Los
Reyes de España, el martes pasado, en Mallorca. Fuente: EFE, El País.
«Hélas! Et le bon roi d’Espagne
Duquel je ne sais pas le nom?»
F. VILLON, “Ballade des seigneurs du temps jadis”
A efectos de transparencia democrática, se ha hecho público
el patrimonio privado del rey Felipe. Lo que se ha revelado, sin embargo, no ha
sido gran cosa. Y lo que es peor, esa poca cosa no viene avalada por una contabilidad
digna de crédito e imparcial. En una palabra, se han hecho las cuentas poniendo
lo que se ha juzgado oportuno (ninguna propiedad inmobiliaria, caramba),
acompañado por la voz profesional del croupier: “Rien ne va plus, no va
más”.
De otra parte, las cuentas de la Casa Real van a ser
fiscalizadas, ma non troppo. No se remitirán a las Cortes sino que las
fiscalizará el propio Felipe VI, que las publicará en la web de la Zarzuela en
la forma de Real Decreto.
Es una mano de pintura, cierto, porque antes, estas
menudencias quedaban al arbitrio absoluto del monarca, con el resultado que solo
ahora empieza a ser conocido. La nueva norma introduce una variante que supone retirar
el velo de Isis que cubre las finanzas reales aproximadamente centímetro y
medio.
¿Vale la pena la operación? ¿Va a ser recibida con alborozo
y fuegos de artificio por sus leales súbditos, sedientos como estamos de ética,
de transparencia y de república? Mientras tanto, muchos/as políticos/as de
diversas formaciones y jerarquías siguen pendientes de sentencias judiciales
ejemplares que nunca acaban de llegar, en torno a los chanchullos y enjuagues perpetrados
en el desempeño corrupto de sus funciones públicas. Y yo diría que la nueva
medida sobre las finanzas reales avanza muy poco o nada en la moralización indispensable
de la profesión de baranda en este país en concreto.
Esto también es democracia. Está en el primer parágrafo del
artículo primero de una Constitución democrática, y perdonen el énfasis.
En el fondo de todo este asunto sigue implícito el gran equívoco
que sobrevuela aún el “pacto” de la transición: aquello se vio como un reparto
sui géneris del poder, en virtud del cual las elites del régimen anterior
cedían graciosamente algo de lo que era suyo desde siempre por derecho divino,
y a las masas irredentas de los mindundis se nos permitía el acceso vigilado a
una antesala en la que se nos conminaba a aguardar con paciencia y de brazos
cruzados el momento crítico y fugaz de un cambio de turno.
Antonio Gramsci habría llamado a ese género de representación
política una “revolución pasiva”. De ella surgió una generación de políticos/as
transformistas que combinaban bien el repique de campanas con la presencia en
la procesión: González, Guerra, Solchaga, Bono, Solana, y no sigo.
El PSOE de Sánchez no es lo mismo. Han cambiado el
escenario, las personas, los aliados y los objetivos políticos. Hay una voluntad
de cambio más precisa, aunque aún discontinua. La oposición de derechas, mientras
tanto, mantiene la sensación de que ha cedido demasiado en el juego del pacto
democrático entre bambalinas, y se muestra agresivamente dispuesta a recuperar
el timón de la nave del Estado por lo civil o por lo criminal (preferentemente,
por lo que se va viendo, por lo criminal).
En estas circunstancias, el actual paripé sobre la corona
no pasa de ser una paparrucha. El gobierno de progreso debería marcar con mayor
firmeza el rumbo y asumir las responsabilidades inherentes. Con la sospecha de
corrupción no se puede jugar. Porque la ciudadanía – que existe, participa y
sigue atenta los entresijos de la función – podría desanimarse en la próxima
revuelta del camino, y empezar a mirar a otro lado.
Sabemos de sobra lo que hay al otro lado.