Imagen
reciente del Muro de las Lamentaciones.
El refrán favorito de mi padre era “Más caga un buey que
cien golondrinas”. Mi madre se lo reprochaba: “Paco, no digas palabrotas
delante de los niños”. Él, a su vez, la amonestaba: “Atiende más a la sustancia
y menos a los accidentes”. Mi madre entonces suspiraba (se le daba muy bien esa
afectación elegante de resignarse ante lo incorregible), y concluía: “Es que la
sustancia que dices huele muy mal.”
No traigo estos recuerdos familiares a humo de pajas, sino
por la razón de que José Luis López Bulla acaba de lanzar en su blog una alerta
temprana (early warning, en el lenguaje militar de la OTAN), avisándonos
a todos de que, en los graves aprietos en los que andamos metidos, las
cagaditas de golondrina no arreglan nada.
Si no se encuentra remedio a la situación, pronto iremos
todos a llorar al Muro de las Lamentaciones de la izquierda, un lugar virtual parecido
a ese mamotreto pétreo, aún en pie, que formaba parte del antiguo Templo de
Jerusalén, y al que los judíos van a llorar desde hace veintiún siglos.
Subrayo: veintiún siglos. Y ahí siguen, llorando sin que
nada se les arregle.
Si no aparece el buey, algunos listos echarán la culpa a
Yolanda Díaz (¿pero a qué está esperando esa mujer?), pero ella, la única hasta
ahora que ha dado un paso al frente con intención de arreglar el desaguisado,
es quien menos culpa tiene.
Estamos en una aporía angustiosa: geométricamente hablando,
no se ve la manera de que Aquiles adelante a la tortuga colocada en posición
avanzada. Y así será mientras las fuerzas de izquierda sigan atrincheradas en filioques
minúsculos, pontificando todas las mañanas como arcángeles anunciadores del
apocalipsis y cagando por las noches con parsimonia de golondrinas.
Puestos a cagar, caguemos por lo menos a lo grande.