El Canal
de Beagle, en una imagen de 2022.
Puesto a elegir un libro para recomendar en la fiesta de
Sant Jordi, me decido por uno difícil. No difícil de leer, todo lo contrario,
sino difícil de encontrar. Se trata de la “novela náutica”, o como gusten
clasificarla, Hacia los confines del mundo, de Harry Thompson. El título
original es This thing of darkness, “este pedazo de oscuridad”,
calificativo que recibe Calibán de parte de Próspero, en “La Tempestad” de
William Shakespeare.
Harry Thompson quedó finalista del Booker Prize con esta su
primera novela. Había hecho antes muchas otras cosas, como creativo en los
medios. Apenas tuvo tiempo de hacer nada más: murió de repente, a los cuarenta
y cinco años. Su libro lo editó en español Salamandra en 2009, pero algo raro
ha pasado con él; está descatalogado. Mi concuñado Narcís me avisó en su
momento de la existencia de estos Confines e incluso me prestó su ejemplar, con
advertencia de prisas porque tenía cola de lectura. A mí me impresionó mucho la
novela. Ahora he encontrado el título en una web de libros electrónicos, y me
ha faltado tiempo para ponerme a releerlo. Y lo recomiendo con calor.
El libro recrea la expedición a la Antártida chilena del Beagle,
de la Armada inglesa, al mando del capitán FitzRoy, y con Charles Darwin
como joven naturalista adjunto.
El propio Darwin aparece por primera vez al comienzo de la Segunda
Parte. Vuelve a su casa después de una expedición geológica por el norte de
Gales, en la que se ha divertido muchísimo. Es un joven muy alto y corpulento,
zanquilargo, con una nariz achatada y una mandíbula huidiza que lo asemejan a
un mono. Su padre, viudo, lo trata con una severidad implacable porque le
irrita que pierda el tiempo recogiendo pedruscos del suelo en lugar de hincar
los codos en los estudios de Teología, que pueden permitirle hacerse con una
posición honorable de pastor en una parroquia del norte.
Por el contrario sus hermanas mayores – Charles es el
benjamín de la familia – le adoran, y le miman a porfía. Cuando llega a la
casa, Susan, una de ellas, ha iniciado un nuevo bordado de carácter alegórico: La
Fama extendiendo flores sobre la tumba de Shakespeare.
Llega una invitación de la Academia de Ciencias para que el
joven Charles participe en una expedición científica que dará la vuelta al
mundo; la institución le recomienda, pero la aceptación exigiría de su parte un
desembolso de 600 guineas, para gastos de sustento y material científico. Su padre se niega en redondo a prestarle tanto
dinero solo para que siga “perdiendo el tiempo” durante dos o tres años más.
Será la providencial intervención de un tío la que le permita postularse como candidato ante Robert FitzRoy, el capitán de la expedición. Pero FitzRoy, aficionado a la frenología,
nada más ver la nariz y la mandíbula de Darwin decide no enrolarlo, y le dice
que la plaza está ya ocupada. Solo en la charla posterior entre los dos, cuando
comprueba que Charles es un cristiano piadoso (por más que liberal), que
comparte varias de sus propias lecturas científicas y que ha explorado una cueva en la
que los restos de distintos animales ahogados podrían ser una prueba del
Diluvio bíblico, cambia de opinión y ofrece al joven el puesto, desde la idea
de que por lo menos su conversación será divertida.
Así empieza una historia en la que los datos constatados de
la ciencia y los de la religión escrita irán diferenciándose de una forma cada
vez más insondable, hasta provocar cataclismos no solo naturales sino también anímicos
en la vida de los dos jóvenes.
No se lo pierdan. Y no lo pidan en Amazon. Amazon es hoy
por hoy el “Calibán pedazo de oscuridad” que se extiende hasta los confines del
mundo.