Tahl,
con las piezas blancas, ante Larsen, otro jugador de excepción, en una partida del torneo de
Zurich de 1959. Les observa un jovencísimo Bobby Fischer. Tahl ganó el torneo y
Fischer fue tercero, empatado con Keres.
Mañana se cumplen los cincuenta años exactos del inicio del
match por el título mundial de ajedrez entre el campeón Boris Spassky, que
había derrotado tres años antes a Tigran Petrosian (el hombre ante el que mordió
definitivamente el polvo el legendario Botvinnik), y un genio inclasificable
del tablero, Robert “Bobby” Fischer.
Para no desentonar en un mundo abiertamente bipolar, los
medios de comunicación occidentales presentaron el acontecimiento deportivo con
ribetes políticos sensacionalistas: el chabacano Bobby representaba al “mundo
libre”, y el elegante e imaginativo Boris fue visto como “la máquina” producida
por la fábrica de campeones soviética.
Fischer perdió la primera partida por una distracción evitable,
y la segunda por incomparecencia, al protestar por las condiciones de juego en
un local en el que se habían hecho esfuerzos ímprobos para atender todas sus
exigencias. A partir de ahí, algún resorte interno cedió en Spassky, que jugó
de forma rutinaria salvo en un par de partidas, y fue arrollado. Ya nunca
volvería a ser el de antes.
A Fischer no le sirvió personalmente de gran cosa el
título, porque se enmuralló en su laberinto y también quedó perdido para el
deporte. La lucha ajedrecística entre la nomenklatura y el mundo libre
se trasladó entonces a las batallas épicas en el tablero entre el “buen
comunista” Anatoli Kárpov y el “disidente” Viktor Korchnói. Fueron encuentros
mucho más interesantes desde el punto de vista deportivo que el de Reykjavik,
pero ninguno de ellos sería considerado “match del siglo” por la prensa libre.
No es lo mismo un disidente soviético, desprovisto además de glamour físico y
de trato social, que un genuino Skywalker, representante personal y
plenipotenciario del Imperio y del american way of life.
Después aún, apareció Garry Kaspárov, que lo reunió todo:
fue soviético, disidente e ídolo occidental. Se habría merendado a Fischer –
que seguía aún teóricamente activo, pero retirado de los grandes torneos – con la
facilidad con la que Ayuso despacha una anchoa made in Madrid en uno de
sus aperitivos libres en terraza. Pero Fischer nunca quiso enfrentarse a Kaspárov. Se había convertido, por paradoja, en un disidente más, marginado en su propio
campo ideológico. Le pasaría algo parecido, muchos años más tarde, a la
gimnasta Simone Biles: el “mundo libre” odia a los perdedores.
Ninguno de todos ellos ha sido mi ajedrecista predilecto.
Anótenlos, no he hecho del asunto ningún secreto, fueron dos bálticos que
compitieron bajo la bandera de la URSS: el estonio Paul Keres y el letón Mijail
Tahl. Las reglas del juego del ajedrez me las enseñó mi tío Pepe, pero los
entresijos ocultos y las maravillas potenciales de las posiciones que se
deducen de él, las conocí en dos libros de partidas propias escogidas,
comentadas por ellos mismos. Tahl llegó a campeón del mundo en 1960; venció a
Botvinnik en el momento álgido de su carrera, pero fue derrotado en el
match-revancha de 1961 debido a su mala salud crónica. Keres, unos años mayor
que el letón, habría sido sin duda campeón mundial de no haber estallado la
segunda guerra mundial. Desde entonces hasta el final de su impecable carrera,
sería “el campeón sin corona”.