En 1931 el Detection Club de Londres decidió publicitarse a
sí mismo mediante la confección de un libro colectivo. Se trató de una novela
criminal, cada uno de cuyos capítulos había de ser escrito por un miembro del
club con entera libertad creativa, si bien con arreglo a algunas normas convencionales
de procedimiento. Cada uno había de tener en cuenta con todo escrúpulo los
indicios aportados en los capítulos anteriores; no podía, por ejemplo, hacer
decir a su detective (el inspector local Rudge) que tales indicios eran falsos
o irrelevantes, y tampoco tenía atribuciones para complicar innecesariamente la
trama. Así pues, cada pista, cada indicio nuevo, había de ser tomado en serio y
explicado de forma conveniente al final del relato. El autor de cada capítulo entregaba
al final de su tarea, no solo el texto encargado, sino, en un sobre cerrado, su
propia solución al misterio. Esta era una prueba extra de su honestidad y de su
implicación.
El libro se tituló The floating admiral (“El
almirante flotante”), y en efecto el cadáver del tal almirante aparecía apuñalado
en el fondo de una barca que no era suya, vestido con un sobretodo extraño dada
la temperatura calurosa de la estación, con un periódico del día anterior doblado
en un bolsillo, y a sus pies un sombrero clerical propiedad de un vecino
canónigo, propietario por lo demás de la barca ataúd. Esta, para completar las
anomalías intrigantes de la situación de partida, flotaba a la deriva no en
dirección al mar sino río arriba, dada la fuerza de las mareas en el curso bajo
del río Whyn.
La edición del libro incluyó, en un apéndice, todas las
soluciones sucesivas que los autores entregaron en sobre cerrado, por lo
general ingeniosas e incluso brillantes. Dichos autores fueron, por orden de
escritura, el canónigo Victor Whitechurch, GDH y M Cole (que contaron solo como
un autor, dada su colaboración habitual en obras propias), Henry Wade, Agatha
Christie, John Rhode, Milward Kennedy, Dorothy L. Sayers, Ronald A. Knox,
Freeman Wills Crofts, Edgar Jepson, Clemence Dane y Anthony Berkeley, a quien
se dio la última palabra en el enredo y la aprovechó cerrando la serie con un broche
lleno de ingenio.
Gilbert K. Chesterton escribió un prólogo corto, una vez
leído y corregido todo el material, y Dorothy Sayers añadió una Introducción
para explicar las circunstancias de la proeza. «Es divertido e instructivo, señala
Sayers, ver la cantidad de interpretaciones distintas que es posible dar
para explicar los actos más sencillos. Si un escritor colocaba un indicio
convencido de que apuntaba en una sola dirección obvia, los escritores
siguientes conseguían que apuntara en una dirección diametralmente opuesta. Es
aquí donde el juego más se aproxima a la vida real.»
Seguro que sí. Sin embargo, en honor a la verdad debo decir
que el libro, del que lo desconocía todo y que acopié como distracción veraniega,
me ha aburrido soberanamente desde el principio y se me ha caído de las manos antes
de llegar al final. Sayers puede tener razón respecto de los indicios que
apuntan en distintas direcciones, pero en todo lo demás el juego propuesto está
insultantemente reñido con la vida real. Es puro toreo de salón, en el que tiene
mucha mayor importancia el horario preciso de las mareas que el móvil del
crimen, incluida la complicada forma de cometerlo con tanta parafernalia.
Soy un adicto al género literario criminal, afición en la
que me acompañan personas mucho más respetables que yo, como el magistrado
Miquel Falguera. Hace algunos años establecí por mi cuenta una distinción
política entre el libro policíaco de derechas, que tiende a restaurar el orden
sagrado del mundo alterado por un criminal pecador, y el policíaco de
izquierdas, en el que la investigación va mucho más allá del cadáver y da
cuenta del crimen como afloramiento a la superficie de un orden injusto que hasta
ese momento permanecía oculto. Agatha Christie o PD James son ejemplos de
escritores de derechas; y Vázquez Montalbán, o Sjöwall y Waloo, de izquierdas.
Entre tantos otros. Pero todos ellos son excelentes escritores. Si se les mete
entre una docena, como le ocurre a la Christie en su (muy digno y divertido)
capítulo de la historia del almirante, su valor desciende al nivel del eslabón
más débil de la cadena. La literatura de crímenes que nos gusta a Miquel y a
mí, no es un juego de salón.