viernes, 15 de julio de 2022

EL ALMIRANTE FLOTANTE

 


En 1931 el Detection Club de Londres decidió publicitarse a sí mismo mediante la confección de un libro colectivo. Se trató de una novela criminal, cada uno de cuyos capítulos había de ser escrito por un miembro del club con entera libertad creativa, si bien con arreglo a algunas normas convencionales de procedimiento. Cada uno había de tener en cuenta con todo escrúpulo los indicios aportados en los capítulos anteriores; no podía, por ejemplo, hacer decir a su detective (el inspector local Rudge) que tales indicios eran falsos o irrelevantes, y tampoco tenía atribuciones para complicar innecesariamente la trama. Así pues, cada pista, cada indicio nuevo, había de ser tomado en serio y explicado de forma conveniente al final del relato. El autor de cada capítulo entregaba al final de su tarea, no solo el texto encargado, sino, en un sobre cerrado, su propia solución al misterio. Esta era una prueba extra de su honestidad y de su implicación.

El libro se tituló The floating admiral (“El almirante flotante”), y en efecto el cadáver del tal almirante aparecía apuñalado en el fondo de una barca que no era suya, vestido con un sobretodo extraño dada la temperatura calurosa de la estación, con un periódico del día anterior doblado en un bolsillo, y a sus pies un sombrero clerical propiedad de un vecino canónigo, propietario por lo demás de la barca ataúd. Esta, para completar las anomalías intrigantes de la situación de partida, flotaba a la deriva no en dirección al mar sino río arriba, dada la fuerza de las mareas en el curso bajo del río Whyn.

La edición del libro incluyó, en un apéndice, todas las soluciones sucesivas que los autores entregaron en sobre cerrado, por lo general ingeniosas e incluso brillantes. Dichos autores fueron, por orden de escritura, el canónigo Victor Whitechurch, GDH y M Cole (que contaron solo como un autor, dada su colaboración habitual en obras propias), Henry Wade, Agatha Christie, John Rhode, Milward Kennedy, Dorothy L. Sayers, Ronald A. Knox, Freeman Wills Crofts, Edgar Jepson, Clemence Dane y Anthony Berkeley, a quien se dio la última palabra en el enredo y la aprovechó cerrando la serie con un broche lleno de ingenio.

Gilbert K. Chesterton escribió un prólogo corto, una vez leído y corregido todo el material, y Dorothy Sayers añadió una Introducción para explicar las circunstancias de la proeza. «Es divertido e instructivo, señala Sayers, ver la cantidad de interpretaciones distintas que es posible dar para explicar los actos más sencillos. Si un escritor colocaba un indicio convencido de que apuntaba en una sola dirección obvia, los escritores siguientes conseguían que apuntara en una dirección diametralmente opuesta. Es aquí donde el juego más se aproxima a la vida real.»

Seguro que sí. Sin embargo, en honor a la verdad debo decir que el libro, del que lo desconocía todo y que acopié como distracción veraniega, me ha aburrido soberanamente desde el principio y se me ha caído de las manos antes de llegar al final. Sayers puede tener razón respecto de los indicios que apuntan en distintas direcciones, pero en todo lo demás el juego propuesto está insultantemente reñido con la vida real. Es puro toreo de salón, en el que tiene mucha mayor importancia el horario preciso de las mareas que el móvil del crimen, incluida la complicada forma de cometerlo con tanta parafernalia.

Soy un adicto al género literario criminal, afición en la que me acompañan personas mucho más respetables que yo, como el magistrado Miquel Falguera. Hace algunos años establecí por mi cuenta una distinción política entre el libro policíaco de derechas, que tiende a restaurar el orden sagrado del mundo alterado por un criminal pecador, y el policíaco de izquierdas, en el que la investigación va mucho más allá del cadáver y da cuenta del crimen como afloramiento a la superficie de un orden injusto que hasta ese momento permanecía oculto. Agatha Christie o PD James son ejemplos de escritores de derechas; y Vázquez Montalbán, o Sjöwall y Waloo, de izquierdas. Entre tantos otros. Pero todos ellos son excelentes escritores. Si se les mete entre una docena, como le ocurre a la Christie en su (muy digno y divertido) capítulo de la historia del almirante, su valor desciende al nivel del eslabón más débil de la cadena. La literatura de crímenes que nos gusta a Miquel y a mí, no es un juego de salón.