Aquel
PCI… Enrico Berlinguer y Nilde Jotti, en una estación de tren. Él lleva al
brazo el característico rimero con toda la prensa del día.
La crisis política italiana, propiciada tanto desde el lado
de la Lega como de los 5 Stelle, tiene una lectura en clave propia del país
transalpino, por supuesto. Pero no solo. Las campanas doblan también por
nosotros, como señaló John Donne en un verso puesto de moda por Hemingway.
No era una crisis de los partidos políticos susceptible de
una solución “técnica” (atiendan a la precisión) desde el Estado, sino todo lo
contrario: una crisis por desfallecimiento del Estado, imposible de arreglar a
través de los partidos porque los partidos a) no quieren, b) no saben, c) están
ahí para otras cosas, y han colgado en la puerta cerrada de su habitación el
consabido cartel de “No molestar”.
Algunas voces lamentan en este trance la desaparición del
PCI, y sospechan que las dificultades empezaron en aquel momento infausto. El
problema es más profundo, sin embargo. Durante una larga etapa marcada por el malgoverno
desde el pentapartito y desde otras fórmulas incluso más vistosas (Tangentópolis,
por ejemplo), el PCI de los dos “Ercoli” (Ercole Togliatti y Ercole
Berlinguer) ejerció de Estado real, efectivo dentro de un seudoestado que era
un putiferio (utilizo una expresión de mi maestro López Bulla. Cuando ambos
hablamos de “putiferio” no estamos insultando a nadie, nos limitamos a
describir lo que vemos, como hizo con cierta fortuna el Alighieri en los
círculos más bajos – las cloacas, podríamos llamarlas – del Inferno).
El PCI de entonces, magnífico por más que no llegara a dar
la talla de Príncipe moderno, respondía a la estructura real del Estado
democrático, y la representaba en la medida de sus posibilidades. Conviene
advertir aquí que el Estado no es un Leviatán, o sea una bestia poderosa y
ciega, sino un producto complejo, de una sutileza y una precisión asombrosas,
por más maltratado que se vea en los tiempos que corren por una turba infame de
becarios/as que ocupan sus escaños respectivos convencidos de que el sistema es
un dispensador automático de refrescos, en el que basta con introducir una
moneda en la ranura correspondiente para obtener la lata de cocacola deseada.
Voy a decirlo con las palabras de Riccardo Terzi, en un cursillo
impartido a cuadros de la CGIL en Bérgamo 2015, el año antes de su
fallecimiento (encuentran la cita en “Sindacato, politica, autonomia”, Ediesse
2016): «La política está hoy en manos de una oligarquía extrema, en Italia y
también en la Unión Europea … Todos los gobiernos son de alguna manera
técnicos, porque se ocupan del mantenimiento técnico del sistema y eluden la
posibilidad de alternativas … Trabajan sobre la base de una agenda política que
ya está escrita y es coherente con una visión ideológica, dominante, a partir
de un modelo neoliberal; y la discusión ya no trata sobre el proyecto político
sino sobre quién lo lleva a cabo, ya no es el “qué hacer” sino el “quién lo
hace”, hasta el punto de que la única forma de democracia que sobrevive es la
de las primarias, donde el problema no es el programa sino el líder.»
En gran medida, el “No a todo” del PP en la coyuntura
actual viene de esa actitud, que aparece nítida en sus declaraciones sobre
medidas que ellos mismos han propiciado antes: “Era bueno cuando lo hacíamos
nosotros, pero es malo si lo hacen otros, aunque sea lo mismo.”
Hay algo más, sin embargo. Hemos visto cómo se comportan
los poderes fácticos con las opciones que “desafinan” de la melodía propuesta. Todo
vale. En ese sentido, cambiar a Ferreras y a Pastor, a Inda incluso, no va a
servir de nada en un momento en el que toda la comunicación para la gran
audiencia se encomienda a perros de presa del gran capital, y no se dirige
tanto contra este o aquel grupo o líder, como contra la posibilidad de un
Estado fuerte que sancione leyes terminantes, que establezca límites y acabe
con cotos cerrados.
La crisis italiana ha sido una derrota del Estado, del
viejo Estado visto al modo tradicional – es decir, provisto de soberanía. No
solo Salvini, que tiene su propio antiprograma de antipolítica, sino 5 Stelle, que
se autodefine como una opción “de izquierda”, han votado en contra de un
gobierno “técnico”. No tanto por lo que hace, sino porque quieren hacerlo ellos
a su manera. Su máxima aspiración es la de ser guardianes indispensables de la
viña del Señor, generosamente retribuidos.
Idéntica aspiración tienen Laura Borràs y Gabriel Rufián,
por diferentes que parezcan sus posiciones. Sus grupos han votado
consistentemente lo mismo en el Congreso y en el Senado: contra las reformas,
contra cualquier reforma que no incluya su qué hay de lo mío.
El único que ha votado a favor de la última reforma, en el
Senado, ha sido Alberto Núñez Feijoo. No entonen aleluyas, luego ha reconocido
que se equivocó.