Venus
o Afrodita Calipigia (de las hermosas nalgas), en su reconstrucción actual, en
el Museo Arqueológico de Nápoles.
La Historia de la Belleza es siempre misteriosa, y en
muchas ocasiones inverosímil. La belleza de las diosas conoció en un lapso de tiempo muy breve una revelación o apocalipsis completa, en el s. IV aC. Pocos años después de la Cnidia, y en su estela, Afrodita Calipigia atisba a la remanguillé,
por encima del hombro, la perfección sin tacha de su posteridad. Para facilitar
la inspección sostiene en alto el manto con una mano, y con la otra retira la túnica dejando al descubierto la parte decisiva de su cuerpo que
desea inspeccionar.
El resultado es desarmante: una figura femenina focalizada
en los glúteos, esa porción de la anatomía considerada por lo general apta todo lo
más para un pellizco machista o un alarde fetichista, en comparación con otros ases
de triunfo que puede poner en juego una mujer hermosa en la vieja competencia por
la manzana de la discordia.
Esta Venus de tamaño más o menos natural (1,60 m) apareció
en Roma en el curso de las excavaciones de la Domus Aurea, el palacio
del emperador Nerón. Le faltaban la cabeza, los brazos y la pierna derecha. Los
expertos la fecharon en la primera mitad del siglo II dC, aunque el “tipo” se
remonta a una época muy anterior, el arte helénico del s. IV aC. La pieza fue
comprada en 1594 por la familia Farnese, y, con el añadido de una cabeza adecuada,
fue mostrada en Villa Farnesina.
En 1786 la Venus viajó hasta el Museo de Nápoles con toda
la Colección Farnese, y en 1789 el artista Carlo Albacini la recompuso en la
forma en que se exhibe ahora.
Todo es divino, incluso lo inesperado; toda la materia tiembla al unísono cuando la perfección se alcanza. Las diosas no tienen cara B, y la vibración de su perímetro anatómico no registra rincones de baja intensidad. Es la última enseñanza de la estética helénica antigua: presentado con el debido respeto, ningún rincón del cuerpo es digno de menosprecio.