“Desnudo con alcatraces”, pintura de Diego Rivera (1944).
En el siglo XVI una gran conmoción recorre el Orbe
civilizado: son las secuelas del descubrimiento “efectivo” de América por Colón.
(Más tarde se rastrearon establecimientos vikingos en Terranova y sagas que
contaban las historias vividas por varios viajeros, pero tales experiencias
marginales no habían dejado huella en la cosmología tal como era enseñada en
las universidades europeas: la Tierra era oficialmente plana, su centro era la
ciudad de Jerusalén, el Sol y toda la bóveda celeste se movían pausadamente en
torno al punto fijo que era nuestro mundo, y las especulaciones de Copérnico no
pasaban de ser un borrón nebuloso en el plan perfecto de la Creación.)
Muy pronto la Verdad establecida dejó de ser sostenible, y
hubo que recoger velas a toda prisa. La operación dejó muchos flecos sueltos.
Era inconcebible, por ejemplo, que los salvajes del Nuevo Mundo no hubieran tenido
noticia del mensaje salvífico de Cristo. Dado que Cristo murió para todos los
hombres y que, siendo como era todopoderoso, su doctrina a todos había de haber
llegado, los teólogos concluyeron que los nativos americanos eran gentes sin
alma. También se detectó de inmediato que mostraban un interés muy escaso por
el oro y los metales. El mismo apetito de atesorar riquezas, signo siempre de
una alta inteligencia y civilización, faltaba de manera lastimosa incluso entre
los reyezuelos locales. Había sacrificios humanos, un indicio de cultura
religiosa si bien lastimosamente obsoleto, y los cronistas traían noticia de episodios
de canibalismo ritual, del que fueron víctimas incluso algunos de los navegantes
llegados a aquellas Yndias equivocadas y malditas.
Se iniciaron muy en serio los trabajos de apropiación y
reparto de los terrenos y de las riquezas naturales, y los de evangelización,
que tropezaron con una resistencia tozuda por parte de los indígenas,
convencidos de que su propio mundo era más fácil de entender que el de los
recién venidos.
Hubo pocos defensores de los indios, y no siempre del todo
acertados. El padre Las Casas, por ejemplo, los consideró personas y abogó
porque no fueran esclavizados; pero los diferenció de los negros de las
profundidades del África, que para él no tenían alma y sí eran aptos para el
trabajo esclavo.
Es muy curiosa la defensa que hace Michel de Montaigne de
los caníbales, en sus Ensayos (I, XXXI), precisamente por la modernidad
de su punto de vista en un momento de confusión notable entre los sabios. Las
fuentes en las que se basa Montaigne para sus reflexiones son la Historia
general de las Indias de Francisco López de Gómara y los libros de André
Thevet, cosmógrafo del rey de Francia, y Jean de Léry, sobre una efímera posesión
francesa en Brasil, fundada por Nicolas Durand de Villegagnon en la bahía del
futuro Río de Janeiro.
Señala Montaigne que los “salvajes” a los que se refieren
las crónicas son en efecto belicosos, pero guerrean por el orgullo y por la
gloria, en vez de hacerlo por la adquisición de tierras y de riquezas. Comen en
efecto bocados rituales de sus prisioneros, en particular el corazón, para
absorber sus cualidades; pero sería difícil decidir, sin el pie forzado de las
costumbres europeas, si esa circunstancia denota salvajismo o bien una forma
diferente de cultura. «Yo pienso que la barbarie es mayor cuando no se come
a un hombre muerto sino vivo, cuando se le tortura quebrando sus
articulaciones, quemando sus carnes y dándolas de comer a los perros, y eso no
se practica con enemigos sino con conciudadanos, y lo que es peor, so pretexto
de piedad y de religión.»
El comportamiento de tales “salvajes” se ajusta, afirma
Montaigne, al contacto armonioso con una naturaleza que se muestra pródiga con
ellos. «Gozan aún de una abundancia natural que les proporciona sin trabajo
ni esfuerzo todas las cosas necesarias, de modo que no precisan ampliar sus
fronteras. Están todavía en esa disposición feliz de no desear más de lo que
reclaman sus necesidades naturales. Todo lo que se sitúa más allá de este
límite, es superfluo para ellos.»
En este párrafo aparece en germen el “mito del buen salvaje”,
que con tanta elocuencia desarrollaría Juan Jacobo Rousseau en el siglo XVIII. Lo
cual viene a demostrar que siempre ha habido una alternativa al progreso basado
en la dominación; otra cosa es que se acepte ese reto, o se descarte, con o sin
argumentos para ello. Todavía ahora la tiranía del PIB, ese invento mentiroso y
poco sofisticado, retiene a muchos gobiernos y a muchas ciudadanías de buscar
soluciones económicas más respetuosas con la naturaleza, y con los beneficios de
carácter público y transparente (más limitados al paso de los siglos) que aún
está en disposición de ofrecer. La transición ecológica está tropezando con el
impulso atávico al acaparamiento de las materias primas, y también, de forma
anecdótica, con el lugar que cada nación ocupa en el esquema global de la distribución
del gas disponible a precios competitivos.
En esta tesitura, hay quien nos llama salvajes a los que
defendemos la transición ecológica como prioridad política absoluta. Era de
esperar.