lunes, 25 de julio de 2022

SOBRE LOS CANÍBALES

 


“Desnudo con alcatraces”, pintura de Diego Rivera (1944).

 

En el siglo XVI una gran conmoción recorre el Orbe civilizado: son las secuelas del descubrimiento “efectivo” de América por Colón. (Más tarde se rastrearon establecimientos vikingos en Terranova y sagas que contaban las historias vividas por varios viajeros, pero tales experiencias marginales no habían dejado huella en la cosmología tal como era enseñada en las universidades europeas: la Tierra era oficialmente plana, su centro era la ciudad de Jerusalén, el Sol y toda la bóveda celeste se movían pausadamente en torno al punto fijo que era nuestro mundo, y las especulaciones de Copérnico no pasaban de ser un borrón nebuloso en el plan perfecto de la Creación.)

Muy pronto la Verdad establecida dejó de ser sostenible, y hubo que recoger velas a toda prisa. La operación dejó muchos flecos sueltos. Era inconcebible, por ejemplo, que los salvajes del Nuevo Mundo no hubieran tenido noticia del mensaje salvífico de Cristo. Dado que Cristo murió para todos los hombres y que, siendo como era todopoderoso, su doctrina a todos había de haber llegado, los teólogos concluyeron que los nativos americanos eran gentes sin alma. También se detectó de inmediato que mostraban un interés muy escaso por el oro y los metales. El mismo apetito de atesorar riquezas, signo siempre de una alta inteligencia y civilización, faltaba de manera lastimosa incluso entre los reyezuelos locales. Había sacrificios humanos, un indicio de cultura religiosa si bien lastimosamente obsoleto, y los cronistas traían noticia de episodios de canibalismo ritual, del que fueron víctimas incluso algunos de los navegantes llegados a aquellas Yndias equivocadas y malditas.

Se iniciaron muy en serio los trabajos de apropiación y reparto de los terrenos y de las riquezas naturales, y los de evangelización, que tropezaron con una resistencia tozuda por parte de los indígenas, convencidos de que su propio mundo era más fácil de entender que el de los recién venidos.

Hubo pocos defensores de los indios, y no siempre del todo acertados. El padre Las Casas, por ejemplo, los consideró personas y abogó porque no fueran esclavizados; pero los diferenció de los negros de las profundidades del África, que para él no tenían alma y sí eran aptos para el trabajo esclavo.

Es muy curiosa la defensa que hace Michel de Montaigne de los caníbales, en sus Ensayos (I, XXXI), precisamente por la modernidad de su punto de vista en un momento de confusión notable entre los sabios. Las fuentes en las que se basa Montaigne para sus reflexiones son la Historia general de las Indias de Francisco López de Gómara y los libros de André Thevet, cosmógrafo del rey de Francia, y Jean de Léry, sobre una efímera posesión francesa en Brasil, fundada por Nicolas Durand de Villegagnon en la bahía del futuro Río de Janeiro.

Señala Montaigne que los “salvajes” a los que se refieren las crónicas son en efecto belicosos, pero guerrean por el orgullo y por la gloria, en vez de hacerlo por la adquisición de tierras y de riquezas. Comen en efecto bocados rituales de sus prisioneros, en particular el corazón, para absorber sus cualidades; pero sería difícil decidir, sin el pie forzado de las costumbres europeas, si esa circunstancia denota salvajismo o bien una forma diferente de cultura. «Yo pienso que la barbarie es mayor cuando no se come a un hombre muerto sino vivo, cuando se le tortura quebrando sus articulaciones, quemando sus carnes y dándolas de comer a los perros, y eso no se practica con enemigos sino con conciudadanos, y lo que es peor, so pretexto de piedad y de religión.»

El comportamiento de tales “salvajes” se ajusta, afirma Montaigne, al contacto armonioso con una naturaleza que se muestra pródiga con ellos. «Gozan aún de una abundancia natural que les proporciona sin trabajo ni esfuerzo todas las cosas necesarias, de modo que no precisan ampliar sus fronteras. Están todavía en esa disposición feliz de no desear más de lo que reclaman sus necesidades naturales. Todo lo que se sitúa más allá de este límite, es superfluo para ellos.»

En este párrafo aparece en germen el “mito del buen salvaje”, que con tanta elocuencia desarrollaría Juan Jacobo Rousseau en el siglo XVIII. Lo cual viene a demostrar que siempre ha habido una alternativa al progreso basado en la dominación; otra cosa es que se acepte ese reto, o se descarte, con o sin argumentos para ello. Todavía ahora la tiranía del PIB, ese invento mentiroso y poco sofisticado, retiene a muchos gobiernos y a muchas ciudadanías de buscar soluciones económicas más respetuosas con la naturaleza, y con los beneficios de carácter público y transparente (más limitados al paso de los siglos) que aún está en disposición de ofrecer. La transición ecológica está tropezando con el impulso atávico al acaparamiento de las materias primas, y también, de forma anecdótica, con el lugar que cada nación ocupa en el esquema global de la distribución del gas disponible a precios competitivos.

En esta tesitura, hay quien nos llama salvajes a los que defendemos la transición ecológica como prioridad política absoluta. Era de esperar.