Libertad suprema de pensamiento y de expresión, plasmada en la imagen de una amical
tertulia con tiberio incluido, al borde del mar, de unos buenos amigos de siempre. (Foto
tomada del muro de FB de Quim González Muntadas.)
El posperiodista es un “influencer”. Su objetivo no es
tener informada a la audiencia del medio al que teóricamente sirve, sino
influir en ella.
El periodista clásico, intrépido y tal vez borrachín como
lo era el Peabody director de la Gaceta de Shimbone en “El hombre que
mató a Liberty Valance”, una notable película de John Ford si la recuerdan,
estaba dispuesto a correr riesgos serios en favor de la verdad.
El posperiodista, por el contrario, prefiere suprimir
riesgos y practicar la posverdad.
La posverdad es una verdad parcial, flexible, mudable a
conveniencia. Fórmula aproximada: un quinto de verdad, un tercio de invención,
rellénese con calumnia al gusto, agítese bien y añádase al cóctel un golpe de
angostura, mucho hielo, dos hojas de menta y una guinda. La guinda es
importante.
La posverdad se elabora artesanalmente en los charcos del
sistema, y el posperiodista la chupa de esos charcos con avidez. Bien preparada
por un experto, puede manejarse como si fuera un florete, y, cuando da de lleno
en el blanco propuesto, tiene sus mismos efectos letales.
La posverdad permite al posperiodista influir en las
audiencias poniendo en valor su alta calificación en la jerarquía de los medios,
pero evitando al mismo tiempo todo compromiso personal con el contenido de la
noticia y con sus fuentes. Mediante esa influencia sesgada, el posperiodista consigue
ejercer un cierto control social, de una textura elástica y viscosa. Este es, sin
embargo, tan solo un objetivo vicario para él; su objetivo principal se reduce
a demostrar a los accionistas que él sí es capaz de hacerlo, mejor que nadie. Cualquier
cosa, lo que pidan, la Luna, el Diluvio Universal, juegos malabares,
funambulismo, tragar fuego.
Siempre se producen, lamentablemente, víctimas colaterales,
pero eso no es en ningún caso una cuestión que pueda o deba preocupar al posperiodista.
Son gabelas inherentes a su posprofesión vocacional.
Disculpen si no doy nombres concretos. Se trata de una
plaga bíblica que está a punto de acabar con el viejo, sólido, sincero,
entrañable periodismo, al viejo estilo de la Gaceta de Shimbone. Bellos
tiempos aquellos en los que las comunidades sociales afrontaban juntas las
dificultades derivadas de las amenazas de los poderosos y de sus sicarios, y
encontraban a su lado una prensa libre, por minoritaria que fuera, que les
servía y les ayudaba en la denuncia y en la reivindicación, sin un solo paso
atrás ni un quiebro para hurtar el cuerpo.