miércoles, 20 de agosto de 2014

LOS NUEVOS JENÍZAROS

No siempre aciertan en sus discursos los filósofos de campanillas. En la muy renombrada Enciclopédie dirigida por Diderot en la segunda mitad del siglo XVIII, el artículo sobre el despotismo describía esta figura como la tiranía ejercida sobre los pueblos antiguos por individuos caprichosos que al socaire de un presunto derecho divino o por conquista militar se habían alzado con el poder absoluto. El artículo no gustó nada al marqués de Condorcet, que se apresuró a escribir un pequeño tratado “Sobre el despotismo” para refutar aquella idea. Corría el año 1789, fecha, como se sabe, de una sonada revolución que había de acabar para siempre con el llamado Antiguo Régimen.

Marie-Jean-Nicolas de Caritat, marqués de Condorcet (1743-1794), distaba mucho de ser lo que hoy llamaríamos un mindundi. Destacó primero como científico y matemático, fue llamado a dirigir la economía de la monarquía francesa al lado de Turgot, y se alineó sin remilgos tanto con las nuevas ideas de los “filósofos” como con los principios de la revolución democrática. D’Alembert lo llamó «volcán bajo la nieve» por la pasión que animaba sus razonamientos pausados, y Voltaire le consideró un filósofo universal.

Condorcet sostuvo en su tratado que el despotismo individual existe sólo en la imaginación, porque el déspota requiere siempre para sus propósitos de la colaboración de un número considerable de acólitos. Pero esa no es su enmienda importante: lo decisivo de verdad es la negación de que el despotismo sea agua pasada, y su análisis sobre el «despotismo de facto» o «indirecto» en las sociedades modernas. Ese tipo de despotismo, afirmó Condorcet, renueva el tema clásico de la dominación («es decir, la sujeción de unas personas a los deseos arbitrarios de otras») en formas nuevas que se adaptan bien a un gobierno basado en la opinión y a una economía de mercado. «El despotismo de los jenízaros era también indirecto. Ninguna ley específica, ni tradición establecida, señalaba que el sultán debiera inclinarse ante sus deseos. De forma parecida, en algunos países las gentes que habitan en la capital ejercen un despotismo indirecto sobre el resto del territorio; y en otros, los dirigentes de la nación han abdicado de su independencia ante las clases adineradas, de modo que la actividad del gobierno depende de los préstamos que puedan conseguir de éstas. El gobierno se ve entonces obligado a nombrar ministros que complazcan a sus acreedores, y la nación queda sometida al despotismo de los banqueros.»

El despotismo indirecto actúa no por medio de mandatos taxativos sino por «influencia», lo cual es compatible con la existencia de una esfera pública y con la libertad de palabra y de asociación. De modo, señala Condorcet, que este tipo de despotismo crece con mayor facilidad en los modernos estados territoriales, debido a la concentración geográfica de las masas populares en grandes ciudades y centros comerciales. Y concluye: «Es más fácil librar a una nación del despotismo directo que del indirecto.»

Llama la atención la modernidad de las ideas de Condorcet. Más de un siglo después, Schumpeter recogió su desafío y señaló dos condiciones necesarias para combatir la influencia de los déspotas indirectos en una democracia. A saber, una opinión pública robusta y plural, y una muy considerable libertad de prensa.


Este no es un tema secundario. El imparable descenso de los salarios medios y el crecimiento paralelo de la remuneración de los altos directivos de sociedades financieras o industriales multinacionales es un ejemplo de despotismo por influencia; y también las recientes injerencias del Banco Central Europeo en los ordenamientos constitucionales de los distintos estados, incluido el nuestro, que se han llevado a cabo sin ningún escrúpulo ni miramiento con la opinión pública. Los esfuerzos de los lobbies y las franquicias del poder por limitar el pluralismo político y domesticar la prensa son dos ingredientes más de una cuestión que requiere para su superación del esfuerzo conjunto, no ya de las izquierdas, sino de todos los demócratas. De otro modo, los nuevos jenízaros implantarán una tiranía de facto por los siglos de los siglos.