jueves, 28 de agosto de 2014

LA SOLUCIÓN FEDERAL



Dicen los medios que Pedro Sánchez, en su próxima entrevista con Artur Mas, le propondrá una solución federalista para el problema catalán. Me parece un detallazo, pero se me ocurren dos objeciones importantes.

La primera es que el federalismo no es una solución a un problema localizado en Cataluña, sino a un problema general de España. Del Estado español, si se prefiere llamarlo así. Una solución al encajonamiento regresivo que ha sufrido el Estado de las autonomías, diseñado en la Constitución de 1978 según un dibujo que ha quedado obsoleto al paso del tiempo hasta devenir en un tapón considerable: para Cataluña y para Euskadi, pero también para Extremadura y para Madrid. Las estadísticas y las cifras macroeconómicas lo ratifican.

Ese tapón que minimiza o cancela las expectativas tanto del desarrollo autonómico como del Estado, ha dejado espacio y lugar suficientes para la aparición de reacciones extremas como el soberanismo catalán; pero el soberanismo no es una variable independiente susceptible de ser aislada y tratada con fármacos adecuados. El problema no es una Cataluña afectada por el virus de independentismo, sino un sálvese quien pueda generalizado para el que cada cual propone un remedio rápido y enérgico después de rebuscar apresuradamente en los anaqueles de la botica. Hay un cierto consenso de la clase política en que “la cosa” (y no me refiero a Cataluña, sino a España; al Estado español, si se prefiere) no puede quedarse como está. Empieza a abrirse paso la conciencia colectiva de que para encontrar una salida será preciso reformar la Constitución, considerada intocable hasta hace un par de días. Entonces, entre la receta recentralizadora y la soberanista, igualmente nefastas, algunos han descubierto la solución federalista como una vía intermedia practicable, casi casi un mal menor, un sapo no demasiado grande ni repugnante que sería posible engullir sólo con algo de gimnasia muscular que proporcione una elasticidad ligeramente mayor de las tragaderas.

Enfocar el problema desde ese punto de vista es errar el tiro. Y aquí entra la segunda objeción. Es posible en teoría llegar a consensuar por arriba un marco jurídico federal para el Estado, con unas características no del todo insatisfactorias para los territorios y las partes implicadas. Lo que no es humanamente posible, es que ese diseño funcione. Conviene recordar aquí la sentencia del viejo Horacio: no basta cambiar de paisaje, es necesario cambiar también de alma.

El federalismo como sistema de gobierno y de convivencia exige una iniciativa sostenida desde los escalones inferiores de la arquitectura del Estado; exige la cesión de partes sustantivas del poder central (el empoderamiento) a los territorios y a las organizaciones sociales y ciudadanas, para que los utilicen y los manejen con una autonomía amplia; exige la colaboración y la cooperación sincera de los territorios entre ellos; exige una visión común de los problemas desde las distintas partes del Estado como algo no fijado para siempre sino revisable y renovable de día en día a través de un debate abierto permanente en el que han de tener la misma cuota de participación y de protagonismo las mayorías y las minorías. Desde una visión federal y desde una dinámica de participación, nada puede darse nunca por descontado.


El federalismo se encuentra en las antípodas del ordeno y mando. Y el ordeno y mando es la rutina inveterada en la que se apoyan nuestros políticos, así en Cataluña y en Euskadi como en Extremadura y en Madrid, para gobernar. De modo que sólo a través de un proceso largo de cambio molecular de toda la sociedad, y con la ayuda necesaria de un fuerte empuje desde el abajo, podremos – si podemos – llegar a concretar una alternativa federal al sistema actual de gobernanza del Estado. Considero esta eventualidad altamente deseable, pero también muy lejana y difícil.