Dicen
los medios que Pedro Sánchez, en su próxima entrevista con Artur Mas, le
propondrá una solución federalista para el problema catalán. Me parece un
detallazo, pero se me ocurren dos objeciones importantes.
La
primera es que el federalismo no es una solución a un problema localizado en
Cataluña, sino a un problema general de España. Del Estado español, si se
prefiere llamarlo así. Una solución al encajonamiento regresivo que ha sufrido
el Estado de las autonomías, diseñado en la Constitución de 1978
según un dibujo que ha quedado obsoleto al paso del tiempo hasta devenir en un
tapón considerable: para Cataluña y para Euskadi, pero también para Extremadura
y para Madrid. Las estadísticas y las cifras macroeconómicas lo ratifican.
Ese
tapón que minimiza o cancela las expectativas tanto del desarrollo autonómico
como del Estado, ha dejado espacio y lugar suficientes para la aparición de
reacciones extremas como el soberanismo catalán; pero el soberanismo no es una
variable independiente susceptible de ser aislada y tratada con fármacos
adecuados. El problema no es una Cataluña afectada por el virus de
independentismo, sino un sálvese quien pueda generalizado para el que cada cual
propone un remedio rápido y enérgico después de rebuscar apresuradamente en los
anaqueles de la botica. Hay un cierto consenso de la clase política en que “la
cosa” (y no me refiero a Cataluña, sino a España; al Estado español, si se
prefiere) no puede quedarse como está. Empieza a abrirse paso la conciencia
colectiva de que para encontrar una salida será preciso reformar la Constitución ,
considerada intocable hasta hace un par de días. Entonces, entre la receta
recentralizadora y la soberanista, igualmente nefastas, algunos han descubierto
la solución federalista como una vía intermedia practicable, casi casi un mal
menor, un sapo no demasiado grande ni repugnante que sería posible engullir
sólo con algo de gimnasia muscular que proporcione una elasticidad ligeramente
mayor de las tragaderas.
Enfocar
el problema desde ese punto de vista es errar el tiro. Y aquí entra la segunda
objeción. Es posible en teoría llegar a consensuar por arriba un marco jurídico
federal para el Estado, con unas características no del todo insatisfactorias
para los territorios y las partes implicadas. Lo que no es humanamente posible,
es que ese diseño funcione. Conviene recordar aquí la sentencia del viejo
Horacio: no basta cambiar de paisaje, es necesario cambiar también de alma.
El
federalismo como sistema de gobierno y de convivencia exige una iniciativa
sostenida desde los escalones inferiores de la arquitectura del Estado; exige
la cesión de partes sustantivas del poder central (el empoderamiento) a los
territorios y a las organizaciones sociales y ciudadanas, para que los utilicen
y los manejen con una autonomía amplia; exige la colaboración y la cooperación
sincera de los territorios entre ellos; exige una visión común de los problemas
desde las distintas partes del Estado como algo no fijado para siempre sino
revisable y renovable de día en día a través de un debate abierto permanente en
el que han de tener la misma cuota de participación y de protagonismo las
mayorías y las minorías. Desde una visión federal y desde una dinámica de
participación, nada puede darse nunca por descontado.
El
federalismo se encuentra en las antípodas del ordeno y mando. Y el ordeno y
mando es la rutina inveterada en la que se apoyan nuestros políticos, así en
Cataluña y en Euskadi como en Extremadura y en Madrid, para gobernar. De modo
que sólo a través de un proceso largo de cambio molecular de toda la sociedad,
y con la ayuda necesaria de un fuerte empuje desde el abajo, podremos – si
podemos – llegar a concretar una alternativa federal al sistema actual de
gobernanza del Estado. Considero esta eventualidad altamente deseable, pero
también muy lejana y difícil.