Gorgona o Medusa, monstruo mitológico, convertía en piedra a
todo aquel que la miraba. El héroe civilizador Perseo le dio muerte con una
certera estocada lateral gracias al escudo bruñido que le prestó la diosa
Atenea y que él utilizó como un espejo, para poder ver al monstruo sin mirarlo
de frente. Muchos siglos más tarde, Hans Kelsen se refirió al derecho natural
como una «Gorgona que petrifica». No conocí hasta el otro día esa comparación,
que me encanta, y la información me llegó a través de una cadena estupenda de
intermediarios. Leía yo la traducción in
progress de José Luis López
Bulla al libro de Iginio Ariemma La
sinistra di Bruno Trentin, y
en cierto momento Ariemma se refirió a un ensayo reciente de Marco Revelli, Los demonios del poder. Era Revelli quien citaba la Gorgona del Poder, y él, o
Ariemma, o los dos, señalaban a Kelsen como el autor de la metáfora, que
utilizó para calificar el derecho natural en contraposición al derecho
positivo.
La pregunta pertinente en este momento es qué tiene que ver el
culo con las témporas, y ambas dos cosas con la que está cayendo. Bueno, pues
sí lo tiene. Déjenme que les explique. En mis tiempos la carrera de Derecho
comenzaba con la asignatura del Derecho Natural, y concluía con su correlato, la Filosofía del Derecho,
que venía a ser más de lo mismo. He consultado el plan de estudios actual de la
carrera, y las dos asignaturas continúan impertérritas en los mismos lugares.
Yo tenía algunas esperanzas de que con la democracia (yo estudié la carrera
bajo el franquismo) la concepción académica del derecho habría cambiado.
Algunas esperanzas, digo. Pocas, la verdad. España siempre ha sido un vivero de
iusnaturalistas.
El derecho natural, disculpen si lo pongo en minúsculas, viene a
proponerse como el fundamento último de todo el derecho, y está, según dicen
los autores, inserto en el alma, en la naturaleza ontológica del hombre. En
este sentido el derecho natural deriva, lógicamente, de la religión (obvio las
mayúsculas, pero todas estas nociones van en mayúsulas enormes; la religión con
mayúscula solamente puede ser una, la “verdadera”) y de la tradición (una
también, con exclusión de todas las demás). Dicho de otra manera también
mayúscula, el derecho natural deriva del altar y del trono. Desde esta
perspectiva, la verdad, la justicia, la equidad, la proporción, el bien común y
el bien supremo, son categorías eternas y transmundanas, descienden de lo alto
y se derraman sobre la vida de los hombres (ese caos) para distribuir premios y
castigos entre ellos con divina impasibilidad o ataraxia. Se comprende que
Kelsen, del que lo menos que puede decirse es que fue un demócrata, sostuviera
que no existe ningún derecho natural, que tal invento no es otra cosa que el
rostro petrificado de los demonios del poder. El derecho, según él, es otra
cosa, un asunto mundano, una herramienta para la convivencia y un factor
dinámico, no inmovilista. Surge de la sociedad y cambia con la sociedad misma.
Kelsen considera, por otra parte, que “estado de derecho” es un pleonasmo, que
estado y derecho son una cosa y la misma, el caparazón protector (orgánico, no
pétreo) que la sociedad segrega para facilitar la convivencia y el cumplimiento
de los objetivos de ésta: objetivos mundanos, mudables, limitados, perecederos.
En relación con nuestra constitución y con nuestro estado de
derecho, tenemos en este momento en liza a gorgónicos y kelsenianos. Los
primeros defienden que la constitución gravita sobre nosotros, es un techo
petrificado que impone un límite rígido que no es posible ni decoroso
traspasar. Los kelsenianos opinamos, por el contrario, que la constitución es
un suelo que, bien acondicionado, regado y provisto de nutrientes, puede
permitirnos crecer en convivencia y dar nuevas y exuberantes floraciones de
derechos individuales, sociales, cívicos y laborales. La coyuntura ecológica
que vivimos no nos es demasiado favorable, pero, como señaló Salvador Espriu, en la sequedat arrela el pí (el pino arraiga en la sequedad).