Son como esqueletos blanqueados de dinosaurios, colgados de
espolones de roca en lo alto de lugares casi inaccesibles y casi inexpugnables.
Me he reencontrado con algunos de ellos durante dos días de agosto, una vez
recuperada mi movilidad normal gracias a una prótesis en mi cadera izquierda
artrosada. Y he regresado de ese modo a una afición personal que tiene mucho en
común con el culto a los dinosaurios que se puso de moda hace algunos años. Se
trata en los dos casos de la curiosidad por mundos singulares que se han
perdido para siempre.
Los castillos a los que me refiero forman una línea militar de
protección a partir de un territorio quebrado, las Corbières, fronterizo entre
Francia y el Rosellón, al norte de los Pirineos. El origen de por lo menos varios
de estos castillos fue catalán: Quéribus y Aguilar constan en el testamento del
conde de Besalú Bernat Tallaferro, a principios del siglo XI. Las dos
fortalezas, con la de Termes, situada entre ambas, forman el flanco oriental de
una línea que se prolonga hacia occidente a través de los hitos de piedra de
Peyrepertuse, Puilaurens, Puivert, Carcasona, Roquefixade, Montségur y Foix.
Con los años y las guerras estos territorios bisagra cambiaron de posesión en
varias ocasiones. Al final de la cruzada contra los cátaros, san Luis los
colocó definitivamente del lado de Francia, y su función militar, ya muy
disminuida para entonces, perdió todo sentido después del tratado de los
Pirineos, que fijó las fronteras entre España y Francia bastante más al sur.
Es una simplificación falta de rigor llamar “cátaros” a estos
castillos. Llevaban más de un siglo de pie cuando la herejía prendió en estas
tierras, y salvo una excepción, Montségur, su historia continuó después.
Algunos ni siquiera fueron molestados durante la cruzada. El señor de
Peirapertusa, por ejemplo, se limitó a observar los acontecimientos bélicos
desde su nido de águilas. No hizo el menor gesto de hostilidad hacia el conde
de Tolosa ni hacia Simón de Montfort. Se limitó a quedarse arriba a verlas venir. Au dessus de la mélée, como se dice en su país. Cuando
todo acabó, bajó con sus hombres a rendir pleitesía al rey Luis.
– Anda que no les hemos dado un buen repaso a esos cabrones –
debió de decirle Peirapertusa al monarca –, entre vos y yo.
El rey Luis prefirió ahorrarse los comentarios y recibió en
silencio tanto el homenaje tardío como los cuantiosos tributos
correspondientes.
Los episodios más sangrientos de la cruzada cátara ocurrieron en
otros lugares – Besiers, Menerba – y en torno a otros castillos situados más al
norte, como Lastours. Pero la cruzada ha quedado ligada indisolublemente al
nombre de Montségur. Allí se refugiaron los últimos “puros”, huyendo
literalmente de la quema que la inquisición extendía de aldea en aldea. Allí
resistieron el cerco de los cruzados hasta que faltaron los alimentos y las
medicinas más simples. Hubo una última salida en tromba, al anochecer, de todos
los hombres disponibles en edad de combatir. Los más murieron en el intento,
los menos pudieron escabullirse al favor de la noche y de los bosques, los
desfiladeros y los valles ocultos que tan bien conocían. Al mediodía siguiente,
después de una larga oración, bajaron en procesión los cientos de personas que
habían quedado arriba: ancianos, impedidos, mujeres, niños. Cantaban himnos. Se
les dio la opción de abjurar, pero muy pocos lo hicieron. Los demás fueron
conducidos a una inmensa pira preparada en una repisa de la ladera, y se
ayudaron unos a otros a trepar hasta lo alto de los montones de haces de leña y
acomodarse allí. Siguieron cantando hasta que el humo y el crepitar de las
llamas ahogaron sus voces. Luego la fortaleza fue demolida. De la herejía
cátara sólo quedó, a partir de ese día, una gran chamusquina.
Algunos fugitivos de Montségur encontraron refugio en Quéribus,
el “dado sobre un dedo de piedra”, la fortaleza inverosímil de las Corbières,
bajo el mando del último jefe rebelde, Chabert de Barbeira o Barberà. Desde
allí siguieron incordiando durante once años aún. Un antiguo compañero de
Barberà, un Termes, que se había pasado al servicio del rey, le tendió una emboscada,
lo apresó y le ofreció la libertad a cambio de la rendición del castillo.
Barberà aceptó, y ahí, sin más luchas ni holocaustos, acabó para siempre la
historia cátara. Las viejas osamentas blanqueadas de las fortalezas inservibles
siguen en su lugar, han sido restauradas en parte y el Estado francés saca buen
provecho del turismo de masas que las invade con una fidelidad ejemplar todos
los veranos.