viernes, 8 de agosto de 2014

CASTILLOS CÁTAROS

Son como esqueletos blanqueados de dinosaurios, colgados de espolones de roca en lo alto de lugares casi inaccesibles y casi inexpugnables. Me he reencontrado con algunos de ellos durante dos días de agosto, una vez recuperada mi movilidad normal gracias a una prótesis en mi cadera izquierda artrosada. Y he regresado de ese modo a una afición personal que tiene mucho en común con el culto a los dinosaurios que se puso de moda hace algunos años. Se trata en los dos casos de la curiosidad por mundos singulares que se han perdido para siempre.

Los castillos a los que me refiero forman una línea militar de protección a partir de un territorio quebrado, las Corbières, fronterizo entre Francia y el Rosellón, al norte de los Pirineos. El origen de por lo menos varios de estos castillos fue catalán: Quéribus y Aguilar constan en el testamento del conde de Besalú Bernat Tallaferro, a principios del siglo XI. Las dos fortalezas, con la de Termes, situada entre ambas, forman el flanco oriental de una línea que se prolonga hacia occidente a través de los hitos de piedra de Peyrepertuse, Puilaurens, Puivert, Carcasona, Roquefixade, Montségur y Foix. Con los años y las guerras estos territorios bisagra cambiaron de posesión en varias ocasiones. Al final de la cruzada contra los cátaros, san Luis los colocó definitivamente del lado de Francia, y su función militar, ya muy disminuida para entonces, perdió todo sentido después del tratado de los Pirineos, que fijó las fronteras entre España y Francia bastante más al sur.

Es una simplificación falta de rigor llamar “cátaros” a estos castillos. Llevaban más de un siglo de pie cuando la herejía prendió en estas tierras, y salvo una excepción, Montségur, su historia continuó después. Algunos ni siquiera fueron molestados durante la cruzada. El señor de Peirapertusa, por ejemplo, se limitó a observar los acontecimientos bélicos desde su nido de águilas. No hizo el menor gesto de hostilidad hacia el conde de Tolosa ni hacia Simón de Montfort. Se limitó a quedarse arriba a verlas venir. Au dessus de la mélée, como se dice en su país. Cuando todo acabó, bajó con sus hombres a rendir pleitesía al rey Luis.

– Anda que no les hemos dado un buen repaso a esos cabrones – debió de decirle Peirapertusa al monarca –, entre vos y yo.

El rey Luis prefirió ahorrarse los comentarios y recibió en silencio tanto el homenaje tardío como los cuantiosos tributos correspondientes.

Los episodios más sangrientos de la cruzada cátara ocurrieron en otros lugares – Besiers, Menerba – y en torno a otros castillos situados más al norte, como Lastours. Pero la cruzada ha quedado ligada indisolublemente al nombre de Montségur. Allí se refugiaron los últimos “puros”, huyendo literalmente de la quema que la inquisición extendía de aldea en aldea. Allí resistieron el cerco de los cruzados hasta que faltaron los alimentos y las medicinas más simples. Hubo una última salida en tromba, al anochecer, de todos los hombres disponibles en edad de combatir. Los más murieron en el intento, los menos pudieron escabullirse al favor de la noche y de los bosques, los desfiladeros y los valles ocultos que tan bien conocían. Al mediodía siguiente, después de una larga oración, bajaron en procesión los cientos de personas que habían quedado arriba: ancianos, impedidos, mujeres, niños. Cantaban himnos. Se les dio la opción de abjurar, pero muy pocos lo hicieron. Los demás fueron conducidos a una inmensa pira preparada en una repisa de la ladera, y se ayudaron unos a otros a trepar hasta lo alto de los montones de haces de leña y acomodarse allí. Siguieron cantando hasta que el humo y el crepitar de las llamas ahogaron sus voces. Luego la fortaleza fue demolida. De la herejía cátara sólo quedó, a partir de ese día, una gran chamusquina.

Algunos fugitivos de Montségur encontraron refugio en Quéribus, el “dado sobre un dedo de piedra”, la fortaleza inverosímil de las Corbières, bajo el mando del último jefe rebelde, Chabert de Barbeira o Barberà. Desde allí siguieron incordiando durante once años aún. Un antiguo compañero de Barberà, un Termes, que se había pasado al servicio del rey, le tendió una emboscada, lo apresó y le ofreció la libertad a cambio de la rendición del castillo. Barberà aceptó, y ahí, sin más luchas ni holocaustos, acabó para siempre la historia cátara. Las viejas osamentas blanqueadas de las fortalezas inservibles siguen en su lugar, han sido restauradas en parte y el Estado francés saca buen provecho del turismo de masas que las invade con una fidelidad ejemplar todos los veranos.