A
los más acérrimos partidarios del derecho a decidir de la ciudadanía en todos
los entresijos de lo público, como yo mismo, nos va pareciendo crecientemente
insatisfactoria la situación del proceso de consulta programado para el próximo
9 de noviembre en Catalunya. Supuesto que ese día se decida algo, incógnita aún
no resuelta del todo en los momentos actuales porque toda la cuestión podría
muy bien aplazarse hasta el año que viene – si atendemos el mensaje implícito
de algún globo sonda que se ha hecho volar en fechas recientes –, no hay forma
humana de averiguar qué es lo que se decidirá en concreto. Según el Consejo de
Garantías Estatutarias de la
Generalitat (por mayoría de 5-4) se trata de una mera
consulta sin efectos jurídicos, poco más que un sondeo de opinión organizado a
lo grande. De ser así las cosas, habrá una celebración democrática pero no se
decidirá nada en ella. Sin embargo el conseller Homs afirma que el gobierno
considerará de obligado cumplimiento el resultado de la consulta, declaración
que nos lleva a la conclusión simétricamente contraria a la anterior, es decir,
a que sí se va a decidir ese día sobre la independencia.
Todo
estaría más claro si Homs apuntara cómo se plantea el gobierno catalán dar
cumplimiento a la opción que resulte mayoritaria en la consulta, dados los
recursos políticos y jurídicos limitados de que dispone. Pero sobre esta
cuestión no ha dicho una palabra. Nos pide, en resumen, a todos los catalanes
un acto de fe. Mal asunto. La fe no abunda hoy por hoy en ningún caladero
político, y la credibilidad de Convergència Democràtica en concreto no está
pasando por su momento más boyante.
En
cualquier caso, las opciones del pueblo catalán en la gran jornada democrática
a que se nos convoca se reducen a un Sí-Sí, un Sí-No y un No a secas. Poca
sustancia. Nuestro papel se viene a configurar al modo del de la plebe romana
reunida en el foro para respaldar o rechazar las propuestas elaboradas por los
tribunos. Más o menos. Menos en puridad, porque algún tribuno perdió literalmente
la cabeza en aquellos trances de la antigüedad debido a la indignación popular,
extremo que se me antoja inviable (aunque ciertamente tentador) en las
circunstancias actuales. El protagonismo del pueblo catalán en las próximas
calendas va a ser estético, pero no propiamente político. Se nos llama a ocupar
dos grandes avenidas de Barcelona el próximo 11 de Septiembre, lo cual dará una
fotografía muy aparente que nos permitirá presumir ante el mundo y tal vez
entrar en el libro Guinness de los récords, pero mientras tanto de los asuntos
serios se ocupa una serie de petits
comités, como el
Consell de Garanties citado, un llamado Consejo Asesor para la Transición (y eso que
todavía no sabemos si vamos o no a transitar, ni hacia dónde, ni de qué
manera), y por lo menos un constitucionalista muy competente que tiene ya
avanzada la redacción de un borrador de constitución.
Esto
no es serio. Si quiero hacerme un traje, es lógico que acuda a un sastre
competente, pero no que sea él quien decida la calidad de la tela, el color y
el dibujo. Una cosa es recurrir a los expertos para dar forma a nuestras
decisiones, y otra muy distinta dejar que los expertos decidan por nosotros y
nos sometan el resultado a plebiscito dándonos como opciones un Sí-Sí, un Sí-No
o un No-No. El derecho de la ciudadanía a decidir es, por naturaleza, personal
y no delegable, y su recorrido ha de abarcar desde la A hasta la Z de los asuntos decisivos (de algo les viene el nombre) de la
política para ser efectivo. Un país no se construye desde las ambigüedades, los
sobreentendidos y las votaciones de confianza.