viernes, 15 de agosto de 2014

ANATOMÍA DEL POPULISMO (y II)

Nadia Urbinati, siguiendo el análisis que comentaba en mi anterior entrada (1), señala como características del populismo la polarización, la simplificación y también la personalización de la política. El populismo, cuando no se limita a una aspiración difusa y demuestra capacidad para consolidar una estrategia dirigida al objetivo de alcanzar el poder, requiere siempre un liderazgo fuerte. Eso significa una vinculación más directa y estrecha – afectiva incluso – entre el líder y su electorado, pero también una desfiguración de la política, que pasa de verse como un quehacer colectivo a una gestión personal, avalada, eso sí, por un respaldo multitudinario sin fisuras.

Cuando esa estrategia y ese liderazgo se contienen en los esquemas y los procedimientos de la democracia representativa, suelen desembocar en otra desfiguración, que Urbinati denomina democracia plebiscitaria. En ella el pueblo está presente y movilizado, pero no se comporta de forma activa sino pasiva: su participación en la cosa pública se vehicula, no en la forma del debate libre, sino en la aclamación al líder y el abucheo al rival. El pueblo degenera en público. Viene a comportarse igual que la plebe de la Roma antigua, reunida en el foro para escuchar a los tribunos y expresar de forma ruidosa su aprobación o desaprobación; pero apartada de cualquier otra forma de participación en los asuntos públicos.

La estrategia populista puede también ir más allá de la democracia, y configurarse como régimen personal, como cesarismo. Las premisas son las mismas: identificación del líder con el pueblo y recíprocamente del pueblo con el líder, de modo que éste se transmuta en la expresión y el pensamiento de un colectivo amplio, unificado y galvanizado por un ideal común. Cuando se produce esa comunión, los mecanismos de equilibrio, las garantías y las cautelas de la democracia pueden saltar, y el ejecutivo constituirse como el poder prácticamente único y omnímodo del estado.

Ernesto Laclau, profesor argentino fallecido en Sevilla hace pocos meses, sostiene en La razón del populismo que, puesto que la política surge del pueblo, política y populismo son términos intercambiables, y toda estrategia política se resume en un proyecto tendente a la creación de una ideología dirigida a definir una identidad común que unifique a las distintas capas o fracciones del pueblo. El proyecto populista/político queda justificado y convalidado cuando consigue alcanzar la hegemonía, entendida ésta en el sentido gramsciano, dentro del ámbito social y político propuesto. A través de esta argumentación defiende Laclau la legitimidad democrática de un régimen personal como lo fue el de Juan Domingo Perón en Argentina.

Pero esa utilización del concepto de hegemonía por parte de Laclau supone un forzamiento indebido del pensamiento de Gramsci, señala Urbinati. En sus Notas sobre Maquiavelo, Gramsci contrapuso dos formas de cesarismo, una en el sentido del progreso que ejemplificó en determinados pasajes de la trayectoria de Julio César y Napoleón, y otra (referida sin nombrarlo a Mussolini) que definió como «versión populista de la degeneración del príncipe moderno en un dogmatismo despótico»; como un proyecto no hegemónico sino despótico.

En cuanto al sentido progresista del cesarismo, al que se acoge Laclau, Gramsci limita de forma explícita su función a una ayuda «no intencional» a las fuerzas de progreso en una situación potencialmente revolucionaria bloqueada por un «equilibrio catastrófico» entre las fuerzas en presencia. Al resultar entonces ineficaces o insuficientes los mecanismos de la hegemonía («guerra de posiciones»), la ruptura del bloqueo consiguiente puede llevarse a cabo mediante la aparición de un liderazgo personal fuerte y movilizador («guerra de movimiento») más o menos comprometido con el bloque de progreso. De esta forma es siempre posible abrir un escenario nuevo y más favorable; pero el protagonismo deberá volver lo antes posible al “príncipe” colectivo, organizado, comprometido con una concepción de la historia y del progreso social que es simétricamente opuesta a la ideología y a la retórica como instrumentos de persuasión.

He seguido hasta aquí la línea de argumentación de Urbinati, de forma muy resumida y tal vez no suficientemente precisa. Termino con una larga cita de su libro (p. 166), en torno a las diferencias entre democracia representativa y populismo: «Una democracia que incorpora las trabas de los procedimientos liberales puede ser un instrumento para llevar a cabo un proyecto más amplio de democratización. Lejos de ser una indicación de impotencia, esas trabas dan al estado democrático legitimidad para emprender una política consistente de democratización, en la medida en que colocan al estado bajo control. Pero en manos de la democracia populista, esa misma política se convertiría en una estrategia temible de incorporación social y de homogeneización. En conclusión, una democracia “segura” e institucionalizada permite la utilización de un abanico más amplio de recursos y de iniciativas. El populismo no parece capaz de resolver el dilema de ser, o bien minoritario, o bien despótico. Estar en minoría no es seguro en un régimen populista, y esa es razón suficiente para desconfiar de él.»