Nadia Urbinati, siguiendo el análisis que comentaba en mi
anterior entrada (1), señala como características del populismo la
polarización, la simplificación y también la personalización de la política. El
populismo, cuando no se limita a una aspiración difusa y demuestra capacidad
para consolidar una estrategia dirigida al objetivo de alcanzar el poder,
requiere siempre un liderazgo fuerte. Eso significa una vinculación más directa
y estrecha – afectiva incluso – entre el líder y su electorado, pero también
una desfiguración de la política, que pasa de verse como un quehacer colectivo
a una gestión personal, avalada, eso sí, por un respaldo multitudinario sin
fisuras.
Cuando esa estrategia y ese liderazgo se contienen en los
esquemas y los procedimientos de la democracia representativa, suelen
desembocar en otra desfiguración, que Urbinati denomina democracia
plebiscitaria. En ella el pueblo está presente y movilizado, pero no se
comporta de forma activa sino pasiva: su participación en la cosa pública se vehicula,
no en la forma del debate libre, sino en la aclamación al líder y el abucheo al
rival. El pueblo degenera en público. Viene a comportarse igual que la plebe de
la Roma antigua,
reunida en el foro para escuchar a los tribunos y expresar de forma ruidosa su
aprobación o desaprobación; pero apartada de cualquier otra forma de
participación en los asuntos públicos.
La estrategia populista puede también ir más allá de la
democracia, y configurarse como régimen personal, como cesarismo. Las premisas
son las mismas: identificación del líder con el pueblo y recíprocamente del
pueblo con el líder, de modo que éste se transmuta en la expresión y el
pensamiento de un colectivo amplio, unificado y galvanizado por un ideal común.
Cuando se produce esa comunión, los mecanismos de equilibrio, las garantías y
las cautelas de la democracia pueden saltar, y el ejecutivo constituirse como
el poder prácticamente único y omnímodo del estado.
Ernesto Laclau, profesor argentino fallecido en Sevilla hace
pocos meses, sostiene en La
razón del populismo que,
puesto que la política surge del pueblo, política y populismo son términos
intercambiables, y toda estrategia política se resume en un proyecto tendente a
la creación de una ideología dirigida a definir una identidad común que
unifique a las distintas capas o fracciones del pueblo. El proyecto
populista/político queda justificado y convalidado cuando consigue alcanzar la
hegemonía, entendida ésta en el sentido gramsciano, dentro del ámbito social y
político propuesto. A través de esta argumentación defiende Laclau la
legitimidad democrática de un régimen personal como lo fue el de Juan Domingo
Perón en Argentina.
Pero esa utilización del concepto de hegemonía por parte de
Laclau supone un forzamiento indebido del pensamiento de Gramsci, señala
Urbinati. En sus Notas sobre
Maquiavelo, Gramsci
contrapuso dos formas de cesarismo, una en el sentido del progreso que
ejemplificó en determinados pasajes de la trayectoria de Julio César y
Napoleón, y otra (referida sin nombrarlo a Mussolini) que definió como «versión
populista de la degeneración del príncipe moderno en un dogmatismo despótico»;
como un proyecto no hegemónico sino despótico.
En cuanto al sentido progresista del cesarismo, al que se acoge
Laclau, Gramsci limita de forma explícita su función a una ayuda «no
intencional» a las fuerzas de progreso en una situación potencialmente
revolucionaria bloqueada por un «equilibrio catastrófico» entre las fuerzas en
presencia. Al resultar entonces ineficaces o insuficientes los mecanismos de la
hegemonía («guerra de posiciones»), la ruptura del bloqueo consiguiente puede
llevarse a cabo mediante la aparición de un liderazgo personal fuerte y
movilizador («guerra de movimiento») más o menos comprometido con el bloque de
progreso. De esta forma es siempre posible abrir un escenario nuevo y más
favorable; pero el protagonismo deberá volver lo antes posible al “príncipe”
colectivo, organizado, comprometido con una concepción de la historia y del
progreso social que es simétricamente opuesta a la ideología y a la retórica
como instrumentos de persuasión.
He seguido hasta aquí la línea de argumentación de Urbinati, de
forma muy resumida y tal vez no suficientemente precisa. Termino con una larga
cita de su libro (p. 166), en torno a las diferencias entre democracia
representativa y populismo: «Una
democracia que incorpora las trabas de los procedimientos liberales puede ser
un instrumento para llevar a cabo un proyecto más amplio de democratización.
Lejos de ser una indicación de impotencia, esas trabas dan al estado
democrático legitimidad para emprender una política consistente de
democratización, en la medida en que colocan al estado bajo control. Pero en
manos de la democracia populista, esa misma política se convertiría en una estrategia
temible de incorporación social y de homogeneización. En conclusión, una
democracia “segura” e institucionalizada permite la utilización de un abanico
más amplio de recursos y de iniciativas. El populismo no parece capaz de
resolver el dilema de ser, o bien minoritario, o bien despótico. Estar en
minoría no es seguro en un régimen populista, y esa es razón suficiente para
desconfiar de él.»