Alguien puede interpretar la reivindicación, varias veces
argumentada en estas páginas, de una recuperación de la centralidad del trabajo
para la política, como un eco tardío de aquella consigna de «vuelta a la
fábrica» de la CGIL
de Giuseppe Di Vittorio en los años cincuenta del siglo pasado. No hay tal. La
vuelta a la fábrica – al centro de trabajo – ya no es posible, ni para la
política ni para el sindicalismo.
Por expresarlo de algún modo, es el centro de trabajo el que ha
perdido la centralidad en el nuevo paradigma de la producción; no el trabajo a
secas. Hoy en lugar de un centro de trabajo lo que encontramos es una
constelación asimétrica. La fábrica se ha diluido, el proceso productivo se ha
fragmentado en etapas a veces muy alejadas en la geografía (el diseño de una
prenda de vestir puede hacerse en Goteborg, la estampación del tejido en
Sabadell y la confección en Dhaka, para poner un ejemplo no peregrino) y la
condición de la fuerza de trabajo asalariada que interviene en cada una y en
todas las distintas etapas de esa constelación resiste a cualquier intento de
unificación: hay ahí trabajo negro y trabajo aflorado, trabajo por cuenta
ajena, autónomo dependiente y autónomo auténtico; hay contratos a tiempo fijo,
por obra, por tiempo determinado, por ya veremos y por mañana no hace falta que
vuelvas. También en los temas de categorías la cosa anda por el mismo tenor: a
un mismo trabajo no tiene por qué corresponder un mismo nivel de cualificación,
ni de remuneración, ni de garantías laborales y extralaborales. En cuanto a los
horarios de trabajo, también caen en lo variopinto, si bien en este caso puede
establecerse una ley aproximada: en el escalón managerial (hoy casi por
completo colonizado por el proletariado) los horarios no irán nunca por debajo
de las doce a catorce horas diarias y habrán de ser sostenidos por güisqui con
o sin hielo y por somníferos, para hacerse soportables. El fracaso personal de
un manager, en relación a un pedido importante para la empresa a la que ha
encadenado su vida y sus expectativas de éxito, le llevará en consecuencia al
borde del suicidio; en ocasiones un poco más acá, y en otras un poco más allá.
Este conglomerado o constelación productiva sin simetría ni
lógica ni forma definida no depende en rigor de la introducción de las nuevas
tecnologías de la producción, de la información y de la comercialización.
Depende de las rutinas generadas bajo el fordismo, y cuando este modo de
producción ha sido arrumbado, por la pervivencia de la organización taylorista
de la fábrica en un contexto en el que, como decía al principio, la fábrica se
ha diluido. Lo que ha ocurrido entonces es que, a falta de la fuerza de trabajo
abstracta, homogénea, disciplinada, cronometrada; a falta del gorila amaestrado
postulado por el ingeniero, el neotaylorismo ha pasado a aplicarse al escalón
superior, al puente de mando de la producción (un puente que ya casi nunca es
material, sino virtual y digital). Y Taylor disfrazado de Cronos, o el viejo
Cronos reencarnado en Taylor, está devorando a sus propios hijos.
Organizar sindicalmente una situación semejante es una tarea
mucho más compleja de como era antes. Enfrente no está el patrón, que puede ser
sólo una franquicia o una maquila; enfrente está el accionista, anónimo,
inabordable e irresponsable. Del lado nuestro no está una plantilla homogénea y
reunida en un lugar concreto, sino dispersa y dividida por barreras geográficas
y sociales, por estatus, modos de vida y aspiraciones diferentes. Tampoco reina
la confianza en la mediación sindical: todo está por reconquistar.
Centralidad del trabajo significa en ese contexto que el trabajo
tal como es, tal como se practica en el mundo real, sigue siendo la clave de
bóveda de todo el edificio social, y también la clave del poder. Del poder de
lo que podemos, para que se me entienda. Sin trabajo, trabajo real, trabajo
repartido, trabajo organizado, no habrá empoderamiento posible de la
ciudadanía.
Por eso es urgente abordar la geografía, la radiografía y la
infografía de la organización del trabajo desde una perspectiva y una lógica
distintas de las del capital. Lenin y Antonio Gramsci tuvieron en los años
veinte del siglo pasado la misma intuición de que el orden de la fábrica podía
prefigurar la organización de una sociedad nueva. Sabemos lo que ocurrió
después. Pero más allá de todas las simplificaciones y de todas las ideologías,
sigue siendo verdad que la organización adecuada del trabajo realmente
existente es la condición necesaria para la libertad concreta de las personas,
y la condición previa para su emancipación en una futura sociedad sin opresores
ni oprimidos.