Sostiene
la profesora Nadia Urbinati, en su libro Democracy
disfigured (Harvard
University Press 2014), por desgracia no traducido aún a nuestro idioma, que el
populismo ha acompañado siempre en la historia a la democracia representativa,
como una tendencia, o posibilidad, o desfiguración de la misma.
Que
esto sea así, implica dos cosas. La primera, que una política populista se
sitúa en principio dentro y no fuera del terreno de la democracia representativa;
la segunda, que no se trata de la versión más ajustada o deseable de esa
democracia, sino de una imagen reconocible pero desfigurada. La democracia, en
cualquier caso, casi nunca se ha distinguido por ofrecer la imagen inmaculada
de una vestal que custodia el fuego sagrado; sus desfiguraciones son muchas, y
sus defectos, sus tics, sus vicios grandes y pequeños, sus corruptelas, son
innumerables. Es, como dijo Clemenceau, el peor régimen político posible con la
sola excepción de todos los demás.
Platón,
es sabido, no era amigo de la democracia. En su bien ordenada república o politeia, los sabios se encargaban de gobernar,
los guerreros de combatir, y el pueblo de trabajar y obedecer. Platón fue un
taylorista, muchos siglos antes de que el ingeniero Frederick Winslow Taylor
estableciera las coordenadas de masas del invento. La democracia, por el
contrario, implica conceder el mismo poder (“empoderar” por un igual) a los
sabios y a los ignorantes, a los listos y a los tontos, a los ricos y a los
pobres. No establece una división del trabajo para gobernar el común, todos
están llamados a ello por un igual. Por eso, la democracia – lo dijo Norberto
Bobbio – es subversiva.
No
es sólo el poder, la democracia concede algo más a las personas: libertad para
equivocarse. Y todavía más importante, derecho a rectificar los propios
errores, sin traumas serios y sin necesidad de hacer rodar cabezas. La
democracia es un invento imperfecto, muy imperfecto, porque es humano y no
divino, porque no toma nota de ideales ni de ideologías sino de realidades
prosaicas. Pero también, justo es reconocérselo, es un invento práctico.
Populismo
y demagogia, dos conceptos interrelacionados, acompañan a la idea de democracia
desde la antigüedad. La teoría política estima que es democrático el discurso
que apela a la razón, y demagógico el que agita las pasiones de los oyentes. El
primero atiende al bien común, al del conjunto, y el segundo trata de arrancar
ventajas para una parte de la comunidad en perjuicio de otra. Lo cierto es que
haría falta un metro de platino iridiado y un microscopio de altísima
definición para discernir en qué parte se contienen y en qué otra parte rebasan
la línea divisoria entre ambas actitudes los discursos de todos los políticos
de las democracias antiguas o modernas. No creo que ninguno de ellos esté libre
en algún momento del pecado de demagogia y/o de populismo.
Nadia
Urbinati analiza en su estudio tres características definitorias del populismo.
La primera se refiere al caldo de cultivo, el “mantillo” que propicia la
aparición de tensiones populistas en una sociedad democrática. Ese ingrediente
aparece cuando se produce una ruptura del equilibrio social o se pone en
cuestión una hegemonía hasta entonces bien asentada. El empequeñecimiento
numérico y la pérdida de la preeminencia de las capas medias, un declive
acusado en el bienestar de amplias mayorías sociales, el incremento de las
desigualdades en el reparto de la riqueza y los derechos entre los distintos
estratos de la población, provocan tensiones que difuminan la percepción de un
bien común para todos y potencian reivindicaciones enérgicas de grupos sociales
que se consideran marginados o perjudicados por la marcha general de los
negocios. Es esa situación la que propicia la aparición de “brotes verdes”
populistas.
Entonces
se despliega una segunda característica del populismo: la polarización. El
debate político se estrecha, desaparece la visión de una comunidad presidida
por la pluralidad y todo queda reducido a un conflicto básico que es urgente
resolver. La “ideología” que proporciona la base de sustentación de esa actitud
parte sin excepción de los siguientes componentes: a) la exaltación del
“pueblo” como garantía última de sinceridad de la política, en oposición al
compromiso y al conchabeo como querencia inveterada de los políticos
profesionales; b) la apelación a los derechos de la mayoría en contra de las
minorías de cualquier tipo (suele existir en el fondo de las ideas populistas
un fuerte aliento discriminador contra minorías étnicas, culturales, de género,
religiosas, lingüísticas, etc.); c) la oposición cerrada a toda transacción
como motor de una política que tiende a construir una identidad propia, un
“nosotros” contra “ellos”; y d) la santificación de la unidad y la homogeneidad
del pueblo frente a cualquier diferenciación posible.
Finalmente,
esa estrategia de polarización puede desembocar en un régimen ya no propiamente
democrático: es la posibilidad del cesarismo, el reagrupamiento de una mayoría
social en torno a un líder carismático que anula a las minorías y encarna en su
persona el “destino en lo universal” del colectivo. En relación con esa
posibilidad, Urbinati recoge y comenta los análisis de Ernesto Laclau sobre el
peronismo y los de Antonio Gramsci, en las Notas
sobre Maquiavelo de sus
“Cuadernos de la cárcel”, sobre la génesis del fascismo mussoliniano. La
extensión del tema aconseja retrasar la continuación de su exposición hasta una
próxima entrega.