Al hilo del
análisis de las autonómicas anticipadas, José Luis López
Bulla nos deja, en Un
cáncer en las elecciones andaluzas (1), una reflexión clarividente e
importante. Su tesis: no ha habido irrupción significativa del 15-M en el territorio
de la política, el «no nos representan» dirigido a los “viejos” corre el riesgo
de extenderse también a los “jóvenes”, y los dos mundos del conflicto social y
de la alternativa política permanecen en estado de incomunicación, como dos
compartimientos estancos o dos líneas paralelas.
Una reflexión cercana,
referida de forma específica a Izquierda Unida, se la plantea Luis María González en ¿Esto nos pasa por gobernar? (2). Dice en
concreto: «Siempre he
repetido, que el proyecto de IU tiene un déficit de credibilidad ante los
trabajadores y ciudadanos: nuestra capacidad para gobernar. Somos activos en la
reivindicación y la movilización. Será difícil encontrar un conflicto, una
lucha, una movilización en la que no esté IU. Pero lo somos menos cuando se
trata de traducir en acción institucional y de gobierno la voz de la calle.»
En efecto, el problema viene de
lejos. De un lado, debido a una cautela de muchos votantes que estiman
conveniente no poner todos los huevos en la misma cesta. Recuerdo que en las
épocas de la primavera democrática los ciudadanos de Sabadell votaban con la
misma mayoría abrumadora tres opciones distintas: a Felipe
González (PSOE) en las elecciones generales; a Jordi
Pujol (CiU), en las autonómicas, y a Toni Farrés
(PSUC), en las municipales. Era una transacción no escrita, una forma de
mantener un equilibrio de poderes compensados que se estimaba como la mayor
garantía de una prosperidad social.
Esa concepción subsiste de alguna
manera en la idea de quienes reparten su confianza, a unos para la movilización
social, y a otros distintos para el gobierno de las instituciones. IU se ha
visto siempre lastrada por una desconfianza instintiva de las llamadas
(abusivamente) “mayorías silenciosas”: se apoyaba la movilización social que
promovía IU, el “follón”, pero se consideraba de forma tácita que esa misma circunstancia
la descalificaba para gobernar.
El deseo de vencer esa desconfianza prejuiciosa
ha llevado a IU y a IC-V a adoptar formas exquisitas de actuación responsable en
las ocasiones históricas en las que han sido llamadas por el voto ciudadano a
hacerse cargo de parcelas de poder. Pero el intento de atenuar los conflictos
en aras a la gobernabilidad no les ha ayudado con unos y en cambio ha
perjudicado la confianza que otros ponían en ellas. Es un rompecabezas de
difícil solución.
No es ese, sin embargo, el problema
que emerge de los números de Andalucía, en la lectura de López Bulla y de Carlos Arenas.
Estamos ante otro fenómeno distinto y de grandes proporciones, el del
desencanto de la política y de la abstención como mística de un rechazo global al
sistema. Es decir, ante un nutrido filón de ciudadanos que se manifiestan radicalmente
contrarios a la política, a la política de cualquier signo, y que se movilizan
de forma puntual en contra de déficits sociales muy determinados…, que dependen
precisamente de la política. Hubo una identificación apresurada entre el afloramiento
del 15-M y de los Indignados, y el nacimiento de Podemos como experimento
político. Son dos cosas distintas: el 15-M es un fenómeno, y Podemos un
epifenómeno. Pero sería bueno que Podemos – o, en su defecto, otra formación
novedosa y aguerrida – consiguiera arrastrar hacia el terreno de la política a reivindicaciones
y a personas que hoy se mueven en los márgenes del sentimiento común de lo
colectivo, de lo socialmente compartido.