La
resistible ascensión del capitalismo monopolista de Estado a la condición de
representación político-ideológica
El desarrollo
industrial capitalista masivo que está teniendo lugar en Italia desde finales
del decenio de los 50 propone a Palmiro Togliatti un desafío que estimula al
máximo su vigor intelectual. No es un experto en economía, en general el tema le
aburre, y sin embargo es el primero en captar la importancia cabal de un
análisis serio de la línea de tendencia en la que se inscribe una situación con
características nuevas, lo que podríamos denominar un cambio de paradigma en el
proceso de industrialización del país.
Giorgio Bocca, en
la biografía de Togliatti a la que se ha hecho referencia en la primera parte
de este apunte histórico (1), incluye el siguiente comentario de Rossana
Rossanda, responsable en aquel momento de la política cultural del PCI: «Había envejecido; incluso estaba cansado y
quizás amargado por una situación que había desbaratado todos sus planes. Sin
embargo, fue el primero en comprender que era preciso cambiar el rumbo, que era
necesario revisar el meridionalismo de Alicata y escuchar las voces de los
norteños, que estaban metidos en el fondo de los problemas de la sociedad
industrial.»
No es solo eso.
Togliatti percibe que un cambio de rumbo puede mejorar de forma sustancial las expectativas
del partido tanto en el contexto del movimiento comunista internacional como en
el terreno de la política interna. En este último, un trabajo a fondo desde la
CGIL, en la que la componente socialista es cualitativamente importante, puede
favorecer una recomposición de la línea política común entre comunistas y
socialistas, que conjure la amenaza de ruptura total que se dibuja en el
horizonte. De otro lado, con el cambio de pontificado, un factor al que se ha
prestado hasta el momento muy poca atención, se abren perspectivas de
entendimiento con la tendencia de izquierda de la Democracia cristiana. Juan
XXIII publica en 1961 la encíclica “Mater et magistra” sobre temas sociales,
que es juzgada de inmediato por el partido como de inspiración neocapitalista. Pero
enseguida aparece con claridad el interés y la preocupación del papa Roncalli
por los temas mundanos, en vivo contraste con la sordera y la mudez de su
antecesor Pacelli, el papa que excomulgó a los comunistas.
Y en lo que
respecta al escenario internacional, no se le escapa a Togliatti que la
revolución industrial, aunque asume formas diferentes en los países socialistas
y en los capitalistas, actúa objetivamente a favor del policentrismo. En la
Unión Soviética decae la primacía de la industria pesada preconizada por
Stalin. Con el vuelo orbital de Yuri Gagarin, la URSS se adelanta a Estados
Unidos en la carrera del espacio. Paralelamente, se adoptan tecnologías
avanzadas dirigidas a incrementar la producción de bienes de consumo. Un
criterio aplicado en Rusia, razona Togliatti, no podrá negarse a los partidos
comunistas de Europa occidental, entre ellos al partido italiano.
El debate sobre el
neocapitalismo se abre en Italia con una conferencia de los comunistas en las
fábricas, el 6 de mayo de 1961. Amendola desempeña una gran actividad y
energía, tanto en dicha conferencia como en el debate capilar que se abre a
continuación. En septiembre, publica en Rinascita
un artículo titulado «El “milagro” y la alternativa económica», en el que
señala que es preciso dar un juicio más profundo sobre las contradicciones, los
límites y las consecuencias políticas del “milagro económico”, pero que ese
juicio no puede acabar en un rechazo sin más. No existe un proyecto capitalista
global, ni una planificación estratégica de las inversiones. No se debe
sobrevalorar la racionalidad de la iniciativa. Propone en definitiva que el
partido no se cierre a sí mismo las posibilidades de intervención. No todas,
pero hay reformas que se deben apoyar.
El artículo de
Amendola está polemizando con la posición de la llamada nueva
izquierda, en la que destacan Pietro Ingrao, Lucio Magri y Bruno Trentin. Ellos
sostienen que sí existe un plan de reestructuración capitalista, un plan capaz
de resolver algunos de los problemas fundamentales de Italia: industrializar el
Sur, transformar la agricultura, modernizar la administración y ampliar el
consumo. Todo lo cual, de llevarse a cabo con criterios reformistas, asegurará
a la burguesía y a sus aliados socialdemócratas una fuerte hegemonía. Proponen
enfrentarse a la situación con una renovación y un auge sostenido de las luchas
de masas, centradas en las reivindicaciones económicas y en las condiciones materiales
del trabajo en las fábricas.
Es significativo el
juicio histórico del propio Giorgio Bocca sobre esta última posición, pasados
tan sólo unos pocos años (el libro fue escrito en 1973): «La nueva izquierda sobrevalora, quizá con propósitos tácticos, el
cambio neocapitalista.» Desde la perspectiva actual, habría sido realmente
difícil sobrevalorar las potencialidades de aquel cambio. La nueva izquierda
acertó en el diagnóstico, y fue Amendola quien infravaloró la racionalidad
capitalista.
Pero no es ese el
meollo de la cuestión. Togliatti siguió el debate «con fervor», según Bocca, y,
muy de acuerdo con su personalidad, no quiso dar ni quitar la razón por entero
a una de las partes. Era necesario buscar una síntesis, un terreno de acuerdo
entre las dos posturas encontradas. Ese terreno existía. Había una coincidencia
general en la necesidad de situar el motor de la industrialización en el sector
público de la economía, y más en concreto en los sectores estratégicos: la
banca, la energía, las comunicaciones.
Es en ese momento
de la síntesis cuando asciende al primer plano, de forma inopinada e
inadvertida para todos, esa peculiar manipulación de los datos de la realidad
que Terzi califica como una «representación político-ideológica». Algo no
demasiado concreto y que no explica de forma satisfactoria los cambios en curso,
pero que proporciona a los actores del drama la sensación confortable de que controlan
los acontecimientos.
Se utiliza para
ello la categoría leninista del “capitalismo monopolista de Estado” (CME). En
su concepción inicial, se trata de una fase decadente del capitalismo en la
cual el Estado debe poner en juego todas sus prerrogativas para acudir en
auxilio de las fuerzas del capital, como último recurso para mantener la
dominación burguesa sobre el proletariado. Ahora se aprovecha a fondo el
argumento de autoridad – el concepto lleva el marchamo inconfundible de Lenin –
pero se realiza una torsión curiosa. El CME ya no es el período de declive del
capitalismo que precede a la revolución, sino más bien una fase de maduración
de las fuerzas productivas que “anticipa” una transición más o menos pacífica e
indolora al socialismo; es su antesala. El Estado pierde en la nueva
interpretación sus connotaciones negativas. Ya no ayuda a la burguesía en
apuros a mantener su dominación secular; es un aparato neutral, interclasista, al
que corresponde la función de ejercer de testigo de un traspaso de poderes en
la dirección de una sociedad madura para el socialismo y de una economía que ha
llegado a su punto óptimo de eficiencia tecnológica.
No estoy en
disposición de rastrear quién concibió y cuál fue el origen de dicha modificación
teórica, pero lo cierto es que hizo fortuna. Togliatti la insinuó en su informe
al comité central de enero de 1962: «No
existe ninguna experiencia de cómo se puede o se debe conducir con éxito la
lucha por el socialismo en un régimen de avanzado capitalismo monopolista de
Estado, […] ni existen indicaciones explícitas en los clásicos de nuestra
doctrina.» El tema del CME se discutió a propuesta de Amendola en la
Conferencia de Moscú, el mes de agosto, y representó un gran éxito para las
tesis de los italianos. Los soviéticos admitieron que la creación de empresas
estatales era tácticamente útil, y dieron a regañadientes su aprobación al
Mercado Común europeo porque, aun cuando se encontraba en la esfera de la OTAN,
aminoraba la presión económica norteamericana sobre Europa.
En el largo plazo,
lo grave de la aparición de la “representación ideológica” del CME es que fue
incluida en el proyecto global de cambio de la izquierda, y bendecida y
adoptada en bloque por los manuales al uso. Utilizo de nuevo las palabras de
Bocca: « Se teoriza que la extensión del
sistema del capitalismo monopolista de Estado significa, objetivamente, la
maduración de las condiciones para el paso al socialismo y, por tanto, el
partido debe batirse por ampliar la intervención del Estado en la vida
económica. Esta teoría es desarrollada por Longo en un ensayo en el que
sostiene que el capitalismo monopolista de Estado, aun cuando no contiene en sí
nada de socialista, es el estadio del capital “entre el cual y el socialismo
ya no existe ningún paso intermedio”, para decirlo con palabras de Lenin.»
(Pág. 571. Los subrayados son míos. El ensayo a que hace referencia el texto
es: G. y L. Longo, El milagro económico y
el análisis marxista, Roma 1962, pág. 95.)
La vida siguió su
curso. Los dos “otoños calientes” de 1968 y 1969 pusieron a prueba, con nota
alta, las tesis de la nueva izquierda de Trentin, Magri e Ingrao, sin olvidar a
sindicalistas eminentes procedentes del campo socialista, como Vittorio Foa.
Trentin fue reprendido desde la dirección del partido; se le acusó de
«pansindicalismo» y se le recordó el necesario «primato della política». Luego cambió el ciclo económico, acabó la
prosperidad, Thatcher y Reagan llegaron al poder, y todo el artefacto del
“capitalismo monopolista de Estado” como semillero del nuevo orden socialista,
la hegemonía del sector público y la primacía de los sectores estratégicos,
todo, empezó a ser desmantelado y vendido en almoneda al mejor postor.
Aquel cataclismo
dejó a la izquierda desubicada, sin un programa claro y sin discurso propio.
Quizás es hora ya de hacer un nuevo intento.