Con 71 años Manuela Carmena, ex abogada laboralista, ex
magistrada, ex miembro (¿deberíamos decir “miembra”?) del Consejo General del
Poder Judicial, jubilada, ha decidido saltar al ruedo de la política, después
de varias negativas en redondo a participar en un ámbito que no la atrae. El
detonante ha sido la nominación de Esperanza Aguirre
como candidata a la alcaldía de Madrid. Carmena explica así su cambio de
opinión: «Esa figura de una mujer fuerte de derechas oscurece que también hay
mujeres fuertes en la izquierda para proponer como alternativa.»
Feliz cambio de opinión, feliz
decisión. No me parece el género lo más importante, no el sustantivo, sino el
adjetivo: fuertes.
Hace unos días, cuando un periodista
preguntó al presidente de nuestro Gobierno por qué no había visitado aún las
tierras inundadas por el Ebro, respondió con una sonrisa de excusa y un
encogimiento impotente de hombros: «Yo voy donde me llevan.» No hay descripción
más exacta posible de la fórmula de gobernanza de ese varón débil: va donde le
llevan Merkel, Lagarde, Draghi, Arriola, y también
donde le lleva Aguirre. Al huerto, en definitiva. Y una vez acorralado allí,
forcejea blandamente para rendirse al fin, sumiso, a la fuerza superior de los otros.
«No hay alternativa», concluye resignado.
Mujeres fuertes en la izquierda para
oponerse a la fuerza de aluvión de una derecha crecida. Varones también, desde
luego, pero sin esa tendencia aciaga a olvidarse de la mitad del género humano,
de una mitad que aporta cualidades que son a simple vista más escasas en la
contraparte: sentido práctico, perseverancia en las ideas, atención preferente a
los pequeños detalles, entereza ante las adversidades. Mujeres con una
conciencia tan exacta e invariable como un metro de platino iridiado. Mujeres
como Manuela Carmena.
En la orgullosa e independiente
ciudad de Parapanda, ayer noche una voz anónima entonaba la siguiente copla:
Ay, petenera.
Ser madrileño quisiera
Para votar a Manuela.