sábado, 21 de marzo de 2015

SOBRE LA VISIBILIDAD DE LAS MUJERES


Leo en El País un artículo de Gabriela Cañas sobre Eva Pellicer, una española de 37 años que ha recibido uno de los premios L’Oréal a la investigación científica femenina. Les recomiendo el artículo, pero deseo en particular llamar la atención sobre la entradilla que la periodista ha colocado en el mismo: «Las alumnas de carreras científicas obtienen los mejores resultados, pero solo el 30% se dedica a la investigación y una mínima parte llega a la cúspide de la pirámide.»
Sería necesario, por supuesto, situar esa información en un contexto más preciso. Quienes llegan a «la cúspide de la pirámide» en cualquier profesión son siempre «una mínima parte»; de otra forma no habría ni pirámide ni cúspide. Y no se menciona el porcentaje de varones que después de recibir una formación científica se dedican a la investigación, lo que impide una comparación adecuada. Pero es cierto que las mujeres tropiezan, en este campo como en otros, con dificultades que son: a) superiores a las de los varones, y b) motivadas en buena medida por su relación con los varones, es decir, por una cuestión de género.
La expresión más cruda de esta realidad es el consejo que da a las mujeres una autora italiana de cuyo nombre no quiero acordarme, y que editó a su costa el Arzobispado de Granada: “Cásate y sé sumisa”. Hay desde buen principio un fuerte condicionante religioso y social en la educación de las mujeres. El apareamiento y la perpetuación de la especie como culminación de un objetivo vital deberían ser en principio una aspiración igual para los dos sexos, pero no lo es. Para el varón, la compañera y la prole son con frecuencia meros accesorios en su carrera personal. Para la mujer, por el contrario, el hogar y la familia son el centro de la vida.
Se ha afirmado que detrás de un hombre prominente se puede encontrar siempre a una gran mujer. Tampoco hay que llevar la generalización demasiado lejos, a veces se encuentran ahí varias mujeres (más o menos valiosas), como en el caso del presidente francés François Hollande, y en otras se encuentra lo que se encuentra al hurgar en la vida de Dominique Strauss-Kahn. Pero es cierto que las mujeres vinculadas a un varón más o menos ilustre tienden a la invisibilidad. Y en las vinculadas a ciertos energúmenos, cerriles y violentos, la invisibilidad y la sumisión femenina adquieren un carácter particularmente dramático y forzoso.
Conviene hacer algo respecto de todo ello, porque, como avisa Marlis González Torres en «Gallinas temiendo al zorro» (1), la igualdad real de las mujeres no avanza. Desde que Virginia Woolf reclamó “una habitación propia” que proporcionara a las mujeres los medios instrumentales necesarios para ascender desde el reino de la necesidad al de la libertad, son muchas las que han roto el tabú de la invisibilidad. Enhorabuena para ellas, pero ese dato no desmiente el hecho de que subsisten, e incluso repuntan, cuestiones tales como la desigualdad de oportunidades en muchos terrenos, la no paridad en las retribuciones laborales, la merma de derechos de la mujer en las relaciones paternofiliales, y sobre todo la violencia de género tolerada desde las instituciones, que tiñe las relaciones sociales con una mancha infamante.