Leo en El País un
artículo de Gabriela Cañas sobre Eva Pellicer, una
española de 37 años que ha recibido uno de los premios L’Oréal a la
investigación científica femenina. Les recomiendo el artículo, pero deseo en particular
llamar la atención sobre la entradilla que la periodista ha colocado en el
mismo: «Las alumnas de carreras
científicas obtienen los mejores resultados, pero solo el 30% se dedica a la
investigación y una mínima parte llega a la cúspide de la pirámide.»
Sería necesario,
por supuesto, situar esa información en un contexto más preciso. Quienes llegan
a «la cúspide de la pirámide» en cualquier profesión son siempre «una mínima
parte»; de otra forma no habría ni pirámide ni cúspide. Y no se menciona el
porcentaje de varones que después de recibir una formación científica se
dedican a la investigación, lo que impide una comparación adecuada. Pero es
cierto que las mujeres tropiezan, en este campo como en otros, con dificultades
que son: a) superiores a las de los varones, y b) motivadas en buena medida por
su relación con los varones, es decir, por una cuestión de género.
La expresión más
cruda de esta realidad es el consejo que da a las mujeres una autora italiana
de cuyo nombre no quiero acordarme, y que editó a su costa el Arzobispado de
Granada: “Cásate y sé sumisa”. Hay desde buen principio un fuerte condicionante
religioso y social en la educación de las mujeres. El apareamiento y la
perpetuación de la especie como culminación de un objetivo vital deberían ser
en principio una aspiración igual para los dos sexos, pero no lo es. Para el
varón, la compañera y la prole son con frecuencia meros accesorios en su
carrera personal. Para la mujer, por el contrario, el hogar y la familia son el
centro de la vida.
Se ha afirmado que
detrás de un hombre prominente se puede encontrar siempre a una gran mujer. Tampoco
hay que llevar la generalización demasiado lejos, a veces se encuentran ahí varias
mujeres (más o menos valiosas), como en el caso del presidente francés François Hollande, y en otras se encuentra lo que se
encuentra al hurgar en la vida de Dominique Strauss-Kahn.
Pero es cierto que las mujeres vinculadas a un varón más o menos ilustre
tienden a la invisibilidad. Y en las vinculadas a ciertos energúmenos, cerriles
y violentos, la invisibilidad y la sumisión femenina adquieren un carácter particularmente
dramático y forzoso.
Conviene hacer algo
respecto de todo ello, porque, como avisa Marlis
González Torres en «Gallinas
temiendo al zorro» (1), la igualdad real de las mujeres no avanza. Desde
que Virginia Woolf reclamó “una habitación
propia” que proporcionara a las mujeres los medios instrumentales necesarios
para ascender desde el reino de la necesidad al de la libertad, son muchas las
que han roto el tabú de la invisibilidad. Enhorabuena para ellas, pero ese dato
no desmiente el hecho de que subsisten, e incluso repuntan, cuestiones tales
como la desigualdad de oportunidades en muchos terrenos, la no paridad en las
retribuciones laborales, la merma de derechos de la mujer en las relaciones
paternofiliales, y sobre todo la violencia de género tolerada desde las instituciones,
que tiñe las relaciones sociales con una mancha infamante.