La novedad más
relevante que se detecta en el panorama político español no es seguramente ni la
opción Podemos ni el ocaso probable de la época de las mayorías absolutas, sino
esas candidaturas municipales hechas a partir de retales zurcidos con mucha fe,
y que se concretan muy en particular en los rostros y los talantes de dos
mujeres fuertes de la izquierda: por orden de aparición, Ada Colau y Manuela
Carmena.
Porque el problema no es solo el bipartidismo; el mal no
está únicamente en la existencia de mayorías absolutas. La política corre en
este país un peligro cierto de quedar reducida a una manera muy determinada de
hacer gobierno y de hacer oposición, dentro de un orden constitucional más o
menos inmutable, y entre un abanico reducido de opciones políticas más o menos
parecidas. Lo mismo da que esas opciones sean dos que cuatro, y no supone una
diferencia apreciable el hecho de que exista o no un peso preponderante de una
de ellas en la correlación coyuntural de fuerzas en presencia.
Dado el desgaste del consenso, una vieja idea de la
transición, como eje de la política, lo que se ha hecho a partir de entonces ha
sido perfeccionar el mecanismo del turno. Las descalificaciones más
energuménicas, de boquilla, entre las opciones políticas mayoritarias, no han
sido obstáculo para que, cuando quienes estaban en la oposición ocupan el poder,
se apunten de inmediato a los caminos trillados del estereotipo más plano de la
gobernanza: ese que nos repite una y otra vez que solo hay una política posible.
Dos, si se me apura: o la que hacemos “nosotros” (los de turno), o el caos.
Este estado de cosas se ha ido prolongando, acompañado por
un declive progresivo y muy acentuado de la participación ciudadana en la
política. Lo cual tiene su lógica: la política al uso niega el conflicto social,
o lo dulcifica, o lo esconde. El conflicto, entonces, al constatar que están cegados
los canales de la confrontación democrática, busca visibilidad y solución por otras
veredas. Y el territorio de la política se reduce progresivamente a un juego de
rol entre un número restringido de jugadores.
La aparición del 15-M supuso, por su capacidad de
enganche y su masividad, un revulsivo contra ese modo cansino de operar la
política en un contexto de crisis. Pero el esquema mental que regía la anterior
situación ha seguido ampliamente presente en la nueva: ha sido mucha la gente que
se ha apuntado en los últimos años al conflicto social, y mucha menos, en
cambio, la que (hasta ahora) ha conectado ese conflicto asumido con una
alternativa política determinada.
A pesar de que la política es el cauce natural para la
resolución de los conflictos expresos o latentes en el seno de la sociedad
civil. Por lo menos, en la teoría. Se diría que existe en este punto un bloqueo
o una disfunción en la maquinaria democrática de nuestro país. Las dos ruedas
de la actividad política y del conflicto social giran por libre, no engranan. Así
parece desprenderse de los índices de participación y de los resultados
concretos de las recientes elecciones autonómicas de Andalucía. La aspiración
compartida a un “cambio” genérico no acaba de plasmarse en confianza clara a
las opciones políticas que lo promueven. Quienes encabezan las preferencias políticas
de los ciudadanos vuelven a ser los mismos.
Ahora las dos principales fuerzas nacionalistas de
Catalunya nos proponen una lectura plebiscitaria de las próximas elecciones
municipales. Pues qué bien. Es un nuevo ejemplo de propuesta autista de una
política diseñada desde la torre del homenaje y que omite o desdeña la
existencia del foso de los cocodrilos. El conflicto social es abstraído y apartado
a un lado para hacer sitio a la comunión en los ideales identitarios. Desde
otros puntos cardinales se critica esa propuesta, pero se cae en la misma
actitud de fondo. Se llama a votar en las municipales para reforzar la
gobernanza actual del Estado o para sustituirla por su alternativa homologada.
Por mucho que se trate de esquivar el esquema bipartidista, se cae de cuatro
patas en un esquema bidimensional. Falta la tercera dimensión, la profundidad
de una política que hunda sus raíces en la sociedad y extraiga de ella la savia
enriquecedora de un gobierno de las personas para las personas.
Habremos de rezar mucho a Santa Ada y a Santa Manuela
para que nos libren de esta peste.