Las elecciones
andaluzas, inauguración oficial de un curso político apretado, han deparado
novedades y sorpresas menores: apariciones, eclipses, permanencias y declives.
La mala noticia es que no ha habido ruptura. El viejo molde ha servido para
instalar en nuevos nichos a las fuerzas emergentes; apenas ha habido que
agrandar las sisas y retocar algunas costuras en el traje que ya sirvió para el
ciclo anterior. Quienes esperaban un terremoto pueden constatar que en efecto
lo ha habido, pero su intensidad medida en la escala Richter apenas habrá
llegado al 1,5 o al 2, como ya predijo hace algún tiempo el observador agudo
Carlos Arenas Posadas.
No ha habido lucha
de ideas ni contraste de programas en la campaña: solo son de destacar algunos
golpes bajos, muy bajos, en la peor tradición de nuestro parlamentarismo. Ha
habido también muchas apelaciones a la emoción. La emoción es algo que se
transmite bien por twitter y es capaz de arrancar a través del “Pásalo” una
concentración puntual considerable de personas, si se eligen bien el día y la
hora; pero en términos de propuesta política a cuatro años vista, resulta muy
poco eficaz.
Sin embargo, a Susana Díaz le ha bastado con envolverse en la bandera
andaluza para repetir sus resultados anteriores. El otro partido de gobierno
(hasta diciembre del año pasado), Izquierda Unida, ha caído en un socavón, pero
la liberación de sus ataduras como socio minoritario de un proyecto dudoso
puede permitirle resanar sus expectativas a medio plazo, con nuevo liderazgo y
mayor proximidad a sus bases de siempre. El Partido Popular, por su parte, ha
sufrido los efectos de un fuerte desgaste, pero sus 33 escaños aún quedan muy
por encima de los 15 obtenidos por la fuerza emergente Podemos. No creo que Pedro Arriola esté del todo disgustado con la
performance; de pronto los malos augurios en relación con el resto de las
consultas programadas para 2015 dejan paso a la sensación de que el PP va a bajar,
sí, pero tampoco va a ser para tanto.
Por lo que respecta
a la ciudadanía, tanto en Andalucía como en otras latitudes, desmovilizada,
pasiva, expectante ante un prodigio anunciado que vendría de más allá de las
fronteras de la política, entiendo que ha sufrido aquella decepción que tan
bien supo describir Constantino Cavafis (cito la traducción de Pedro Bádenas en
Alianza Editorial, 1999):
«¿Por qué reina de pronto esta inquietud y
confusión? (¡Qué graves se han vuelto los rostros!) ¿Por qué calles y plazas
aprisa se vacían y todos vuelven a casa compungidos?
»Porque se hizo la noche y los bárbaros no llegaron.
Algunos han venido de las fronteras y
contado que los bárbaros no existen.
»¿Y qué va a ser de nosotros ahora sin bárbaros?
Esta gente, al fin y al cabo, era una solución.»