Teresa
Torns, doctora en
Sociología y profesora de la Universidad Autónoma de Barcelona, nos habló anoche
sobre los tiempos del trabajo y de la vida, y sobre la difícil conciliación de
ambos.
No se trata de un
tema menor. En la organización capitalista de la producción, el reloj de la
fábrica (del taller, de la oficina, del tajo, del centro de trabajo sea este el
que sea) marca un tiempo abstracto, divisible, fragmentado, artificial, manipulado
y, para la mayoría de las personas, vacío. Vacío porque se trata de un tiempo
enajenado, y el reloj de la vida que el trabajador o la trabajadora considera
propia e intransferible señala una hora diferente. Uno y otro tiempo necesitan armonizarse,
conciliarse, para que vida laboral y vida personal no se escindan sin remedio. Es
lo que les ocurre a millones de personas: o bien el éxito profesional (la
obligación de dedicar a la empresa todas las energías y todas las horas
disponibles, el “presentismo”) devora su vida familiar, o, con mucha mayor
frecuencia, el horario de trabajo se convierte en un saldo neto negativo, un sacrificio
necesario que permite allegar los medios materiales necesarios para dignificar
el “otro” tiempo.
En uno y otro caso,
la persona queda demediada. Cualquier progresión, ascenso o realización, lo es
solo a medias y a costa de la otra mitad.
Un ejemplo obvio de
la diferencia entre los dos “relojes” que marcan los tiempos de la actividad es
el cómputo anual de horas laborables que se establece en los convenios
colectivos: algo considerado esencial para las necesidades del flexitrabajo. El
cómputo anual podría utilizarse como un elemento de conciliación entre las
necesidades del dentro y el fuera del trabajo, pero lo cierto es que, en los
términos actuales de las relaciones laborales, quien maneja a su voluntad o a
su antojo ese elemento es el empresario, y lo hace atendiendo de forma
exclusiva a las necesidades de la producción. Es un tiempo abstracto que solo
toma en consideración una fuerza de trabajo abstracta. La vida personal desaparece
en la ecuación. No hay conciliación sino imposición; el trabajador y la
trabajadora deben ajustar sus biorritmos al tiempo de la empresa.
En este punto aflora
una cuestión de género, que deriva de una distorsión ideológica muy clara. La
distinción entre trabajos masculinos y femeninos se basaba en tiempos pasados
en la diferencia de masa muscular y de capacidad de esfuerzo físico sostenido
entre los dos sexos. La irrupción de las máquinas y más en particular de las nuevas
tecnologías en la información y las comunicaciones han equilibrado las
opciones. No se perciben más diferencias en el nuevo trabajo que las que pueden
derivar de las aptitudes y la destreza personal de cada trabajador/ra.
Y sin embargo, la
división del trabajo por razón de género subsiste en la sociedad de hoy. La
maternidad, que supone para la mujer un momento de plenitud biológica, se
convierte en cambio en una barrera casi insalvable en el campo laboral y profesional.
Aquí, el anuncio de una maternidad próxima se traduce de forma prácticamente
automática en despido. Cualquier mujer en edad fértil se convierte en
sospechosa de boicot al plan industrial de la empresa en cómputo anual. Y la
atención a los hijos enfermos, a los parientes mayores y a los dependientes, tareas
de las que los recortes presupuestarios han ido eximiendo progresivamente a los
servicios sociales comunitarios, se descargan sin escrúpulo sobre las espaldas
de los componentes del núcleo familiar; lo cual equivale en la mayor parte de
los casos, siendo la organización familiar la que es, a hacerlo sobre espaldas
femeninas. Estamos hablando de tiempo y de trabajo, aunque sin remuneración. De
modo que son muchas las mujeres a las que ese doble obstáculo impide dedicarse
al ejercicio de una profesión o alcanzar la cuota de libertad personal que
puede ofrecer un trabajo remunerado a tiempo completo. Su incorporación al
mercado laboral solo es posible por la puerta trasera, a través de contratos a
tiempo parcial.
Pero este
instrumento, utilizado de preferencia para mano de obra femenina y creado sedicentemente
para facilitar una conciliación de las dos esferas de actividad, no aporta en
la práctica ninguna solución, por lo menos en España después de la regulación
del tema en el RDL 16/2013, de 20 de diciembre. Alberto
Pastor y Manel Luque han constatado que «la lógica de la empresa se impone de manera
absolutamente desproporcionada a la lógica de la conciliación», dada la
posibilidad que se otorga al empresario de establecer «horas complementarias»
ampliando el porcentaje del 15% de la jornada pactada a un 30% o incluso, si el
convenio lo permite, a un 60%, con un preaviso al trabajador/ra de tan solo
tres días. En estas circunstancias tiempo parcial significa nada más que precariedad
y bajo salario, y no resuelve el problema de la atención preferente a urgencias
personales o familiares cuando estas contradicen las prioridades del empresario
(1).
La negociación
colectiva debe abordar con fuerza el tema de la conciliación, en conexión con la
cuestión más general del control del propio trabajo, en la que existe en
nuestro país un déficit marcado en relación con los estándares europeos. Según
la Encuesta europea de condiciones de trabajo (EWCS) del año 2010, «el 67% de los daneses ocupados afirman que
siempre son consultados [en relación con los objetivos de su propio trabajo],
siendo [el porcentaje] entre el 50 y el 55% en el caso de suecos y británicos.
Esta cifra se reduce en el Estado español hasta el 38%, muy por debajo del
45,6% de la UE-15, o el 46,8% de la UE-27 (2).
Una última
cuestión, importante. Sería un error grave tratar el control del propio trabajo
y la búsqueda de la conciliación como reivindicaciones “femeninas”. Son temas
que afectan tanto a varones como a mujeres, aunque en estas tengan perfiles de
mayor urgencia y estén conectados a la aspiración general a la igualdad. Pero
la igualdad, y cito al respecto palabras de Berta Cao,
candidata a las elecciones municipales en Madrid en la lista encabezada por
Manuela Carmena, «… no se alcanza tratando
a las mujeres como un colectivo objeto de políticas sociales, sino incorporando
la visión estratégica de la igualdad como principio de buen gobierno que
transforme el conjunto de las políticas.»
(1) La cita procede
de J. BENACH, G. TARAFA y A. RECIO (coords.), Sin trabajo, sin derechos, sin miedo. Icaria 2014. Ver cap. III y, en
particular para este tema, las págs. 44-45.
(2) Ibíd, p. 75.