Leyendo o
escuchando a distintos medios informativos, percibo una coincidencia general en
la apreciación de que la aparatosa detención de Rodrigo
Rato y su liberación pasado un corto lapso de horas de conversación distendida
con un anónimo juez de guardia, responden nada más que a un paripé mediático
organizado por el Partido Popular. Se trataría, hablando en términos de teatro
griego, de provocar una catarsis en
el espectador a partir del sacrificio ritual
de un chivo expiatorio, para luego culminar la representación dramática con una
apoteosis ma non troppo en los
inminentes comicios, o en el peor de los casos en los de noviembre.
Quizá ocurra así,
pero me temo que no. Y es que lo ocurrido me parece – estoy hablando
objetivamente, hecha abstracción de mis escasas simpatías por la opción popular
– una mala pedagogía. Don Mariano Rajoy, ese
héroe edípico de mesa camilla, debería saber muy bien, porque él mismo nos lo
ha avisado, que se está jugando los cuartos con un país de seres humanos normales.
Nada de gente rarita.
Ahora bien, el ser
humano normal tiende en su psicopatología cotidiana a experimentar una fascinación
irresistible hacia los caraduras de éxito, los corruptos con caché y tarjeta
black, los vivalavirgen que se ponen el mundo por montera debido a una carencia
absoluta de las ataduras y los escrúpulos morales que, por el contrario,
atenazan en la travesía de la vida a los seres humanos normales, precisamente
por el mero hecho de serlo. El ser humano normal tiene un altar en su corazón para
la izquierda responsable, pero con frecuencia entrega su voto (siempre con
disimulo, de modo que su mano siniestra no se haga partícipe de los desvíos de
la diestra) a la derecha desfachatada. Y es que se ve a sí mismo tal como es en
el primer espejo, mientras que el segundo refleja sus sueños húmedos de
promoción social caiga quien caiga. Tal es su condición escindida, su
sentimiento trágico de la vida.
Por esa razón la caída
estrepitosa del Olimpo de Rodrigo Rato, su
espectáculo full monty con capón incluido
para agacharlo y hacerle entrar en el vehículo policial, no lanza el mensaje adecuado
a la ciudadanía. Ninguna prescripción, ninguna amnistía, ninguna absolución por
defectos de forma podrá devolver a don Rodrigo lo que ha perdido en una tarde
aciaga.
Eso que ha perdido para
siempre es el aura de invulnerabilidad, el letrero de «Intocable» al estilo de
los grupos de élite de Elliot Ness. El perfume exclusivo, el glamour que lo
designaba como oscuro objeto del deseo del votante.
Incluso los chivos
expiatorios, señores del Partido Popular, han de ser elegidos con cierto
cuidado. Bárcenas como íncubo de pesadilla era
una buena opción; Cospedal, con su aire patoso
de parvenue de la meritocracia, aún
lo es; Rato, no. Va a dejar en el imaginario
popular un hueco difícil de llenar. Sin él, las candidaturas populares perderán
calma, lujo y voluptuosidad. Morbo, en una palabra.