Afirma Rafael
Sánchez Ferlosio, y dice citar en ese punto a S.P. Huntington, que quien tiene
un martillo cree ver clavos en todas partes. Algo así parece ser de aplicación
al muy excelente señor embajador de España en Grecia. El sucedido es el
siguiente.
La ciudad de
Ámfissa está situada en las estribaciones del monte Parnaso, a pocos kilómetros
de Delfos, en la cabecera de un valle cuajado de olivos y viñas que se
extienden en forma de anfiteatro majestuoso hasta el golfo de Corinto, en el que Itea fue en tiempos un puerto
comercial de importancia. Hacia el oeste, en la costa, la ciudad de Nafpacto
guarda en su nombre y en sus antiguas murallas recuerdos de la batalla de
Lepanto.
En la acrópolis de
Ámfissa, asentada sobre un risco que corona la ciudad, se alzan los restos de
una fortaleza medieval catalogada como franco-catalana, aunque sus fundamentos,
muy anteriores, se remontan al siglo V antes de Cristo. La fortaleza estaba desde
la época de las Cruzadas en posesión de la familia noble francesa de los Autremencourt,
y en 1311 fue conquistada por tropas almogávares mandadas por Roger Desllor. En
1315 Desllor vendió el territorio conquistado al conde Federico o Fadrique, de
la Casa de Aragón, y la ciudad pasó a ser cabeza del condado de Salona, que
subsistió hasta la invasión turca en 1394.
En conmemoración del
nacimiento del condado de Salona, del que se cumplen este año siete siglos
justos, la ciudad decidió bautizar una de sus arterias con el nombre “de los
Catalanes”, odos Katalanon. Por
cortesía, se informó al señor embajador de España del día y hora de la
ceremonia municipal, caso de que deseara estar presente. Sin cortesía, y sin
necesidad, el aludido respondió que no tenía previsto asistir y tampoco podía
estar de acuerdo con la iniciativa, porque «los catalanes son separatistas».
La rotunda
declaración causó en las autoridades municipales una perplejidad fácil de
imaginar. Incluso se evacuó alguna consulta a Exteriores sobre la oportunidad o
no de la nueva nomenclatura viaria. Finalmente, todo se llevó a cabo como
estaba previsto.
El atributo de “separatista”
parece constituir, en la mentalidad del citado alto funcionario español, no una
circunstancia coyuntural aplicable a algunos catalanes, sino una categoría universal
que acompaña de forma indisoluble a la condición de catalán. Poco importa para
el caso que España como tal no existiera en 1315, que Madrid fuera entonces
solo un castillo del tiempo de los moros, y en lo que hoy es la Carrera de San
Jerónimo triscaran las cabras. Los catalanes eran ya, por su índole o condición
natural, separatistas avant la lettre,
del mismo modo que los judíos son necesariamente ladinos, los moros tornadizos,
o los orientales enigmáticos e impenetrables.
Sería cosa de
sugerir al funcionario tan escasamente diplomático que elija con más cuidado
los objetivos en los que desfogar su sana agresividad de español a machamartillo.
Creyendo ensartar a algún gigante, quizás está topando con las aspas de un
molino de viento. Por cierto, don Miguel de Cervantes, cuyos huesos se
desentierran con reverencia en estos días, no solo era sospechoso de converso,
sino que en su obra inmortal dejó escritos algunos elogios encendidos a los
catalanes.