Algunos grupos
cristianos de base están promoviendo un escrache frente a la actual residencia
de Monseñor Antonio María Rouco Varela, el ex cardenal primado y ex presidente
de la Conferencia Episcopal española.
El suceso es
lamentable en sí mismo, tanto más por el hecho de que Monseñor no se ha
trasladado por gusto al ático que ocupa desde hace pocos días frente a la catedral
de la Almudena. Después de ser relevado de sus cargos, tardó más de seis meses
en abandonar el Palacio Episcopal de la madrileña calle de San Justo. Para ser
precisos, tan a gusto se encontraba allí después de veinte fructíferos años de
residencia, que comunicó a sus vicarios apostólicos su intención de quedarse por
tiempo indefinido, y de mantener asimismo el coche oficial y el chófer. Como
contrapartida, ofreció a su sucesor en la diócesis la posibilidad de ocupar
como inquilino unas habitaciones de la planta baja del palacio.
La solución no
pareció adecuada a la jerarquía, pero Monseñor siguió sin moverse hasta que
finalizaron las reformas en el ático antes aludido, una propiedad de la Iglesia,
que lo había recibido por donación. Las reformas han costado, según cálculos
aparecidos en la prensa diaria, más o menos medio millón de euros, pero el
arzobispo de Toledo y actual primado de España señala que hay mucha exageración
en tales rumores. Afirma don Braulio Rodríguez que el problema está en otra
parte. Según sus palabras, «se ha levantado la veda», y Monseñor «está en el
disparadero de muchos».
Supongamos que sea
así. ¿Es malo que se haya levantado la veda en ese sentido preciso? En la
dirección contraria, es decir en la de la jerarquía hacia la feligresía e
incluso (y sobre todo) más allá de ésta, la veda ha estado permanentemente levantada
in saecula saeculorum. En fechas recientes, la cúpula eclesiástica ha
respaldado sin fisuras la política de austeridad desarrollada por el gobierno,
y ha bendecido la utilidad de los sacrificios – no escasos – que esa política
impone a la ciudadanía. Quizás, debería reflexionar don Braulio, ese hecho
podría estar conectado a un “levantamiento de la veda” contra determinadas
actitudes que a él le parecen correctas y loables. Dice la sabiduría popular
que no es lo mismo predicar que dar trigo; y dando vuelta al sentido de otro
refrán, también es cierto que repicar no parece suficiente si no se acompaña
dicha tarea con la presencia personal en la procesión.
Quien ha desempeñado
un puesto destacado como «siervo de los siervos de Dios», para expresarlo según
una convención oficialmente aceptada, ¿debe estar situado por encima de toda
crítica de la grey a la que ha pastoreado? ¿Su alta posición le otorga bula
para comportarse como mejor le parezca? ¿O se le debe exigir ejemplaridad, por
ejemplo en relación con la pobreza evangélica tal y como es comúnmente descrita
y alentada por la doctrina?
Son cuestiones de
difícil manejo, pero puede iluminarnos en ese laberinto un argumento de
autoridad indiscutible: «Y el que escandalice
a uno de estos pequeños que creen, mejor le es que le pongan al cuello una de
esas piedras de molino que mueven los asnos y que le echen al mar.» (Marcos
9, 42).