miércoles, 22 de abril de 2015

REPRESENTATIVIDAD POLÍTICA Y SOCIEDAD CIVIL


Leo en un libro reciente del historiador Josep Fontana (prefiero no citar el título, podría distraer la atención sobre el fondo de la cuestión) que es «casi un lugar común, con una larga tradición, la afirmación que sostiene que las instituciones representativas suelen desarrollarse con más facilidad allá donde predominan negociantes y comerciantes.» Existiría, pues, una relación comprobable entre el desarrollo de la democracia representativa y el del comercio, en los siglos del llamado Antiguo Régimen. Los dos países clave para fundamentar esta observación son Inglaterra y Holanda, en contraste con las monarquías absolutas de Francia y España.
Añade Fontana: «La relación entre representatividad política y crecimiento económico pasa también, y muy especialmente, por la existencia de una sociedad civil vigorosa, incompatible con el absolutismo. Sabemos que en los lugares en los que pudieron desarrollarse formas de asociación “horizontales” de los ciudadanos (gremios, sociedades de oficio, de ayuda mutua, culturales, etc.) y se reforzó el tejido de la sociedad civil, las instituciones de gobierno local resistieron las presiones de la monarquía, y pudo asentarse y consolidarse el estado representativo. Por el contrario, donde dominaban las relaciones verticales de jerarquía y deferencia, el tejido de la sociedad civil resultó más débil, el absolutismo regio consiguió imponerse, las formas políticas representativas tardaron mucho más en aparecer, y su asentamiento resultó débil y precario.»
Los párrafos anteriores sugieren una conexión fuerte entre estado representativo y sociedad civil, que funciona en los dos sentidos y se retroalimenta. Quiero decir que la existencia de una sociedad civil vigorosa, bien organizada y vigilante, contribuye al mejor funcionamiento de las instituciones representativas; y viceversa, una colaboración democrática expedita y transparente entre las instancias de gobierno y los gobernados, desemboca por lo general en un progreso social perceptible.
Hoy el problema no son los privilegios de las monarquías absolutas, sino los de unas oligarquías de plutócratas que se comportan de modo parecido al de los antiguos soberanos. Ellos detentan todos los derechos, y se eximen de la mayor parte de los deberes. Su interferencia continua en la acción de gobierno “desfigura” (utilizo una expresión de la politóloga Nadia Urbinati) la democracia y rebaja sus contenidos.
Los nuevos tecnócratas han accedido, sin reconocimiento ni elección por parte de la sociedad, al gobierno de instituciones clave en nuestro país, en nuestro continente y en nuestro mundo en general. Y hay motivos para sospechar que su preocupación por el progreso social es muy escasa, y en cambio muy grande su interés mal disimulado en incrementar los privilegios y los beneficios de esas oligarquías sin rostro que acechan en los terminales de los ordenadores. Hay ejemplos de sobra: los avatares de Rodrigo Rato y el proceso de negociación del TTIP pueden ser dos de ellos.
Los tecnócratas se han posicionado contra las democracias, alertaba hace algunos años un economista crítico francés, Jacques Sapir. Y la solución a ese problema, añadía, no puede ser otra que el posicionamiento claro de las democracias contra los tecnócratas.
Para conseguirlo, el camino idóneo podría ser el mismo que ya dio buenos resultados en los siglos del absolutismo: el refuerzo de la sociedad civil contra el individualismo, la multiplicación de las organizaciones y las iniciativas colectivas, la fiscalización desde debajo de la actuación de los órganos de representación, y la necesidad de la búsqueda de consensos sociales amplios como perspectiva permanente de la política de las instituciones.
En dos palabras, más sociedad civil y más democracia.