Leo en un libro reciente
del historiador Josep Fontana (prefiero no citar
el título, podría distraer la atención sobre el fondo de la cuestión) que es
«casi un lugar común, con una larga tradición, la afirmación que sostiene que
las instituciones representativas suelen desarrollarse con más facilidad allá
donde predominan negociantes y comerciantes.» Existiría, pues, una relación
comprobable entre el desarrollo de la democracia representativa y el del
comercio, en los siglos del llamado Antiguo Régimen. Los dos países clave para fundamentar
esta observación son Inglaterra y Holanda, en contraste con las monarquías
absolutas de Francia y España.
Añade Fontana: «La
relación entre representatividad política y crecimiento económico pasa también,
y muy especialmente, por la existencia de una sociedad civil vigorosa,
incompatible con el absolutismo. Sabemos que en los lugares en los que pudieron
desarrollarse formas de asociación “horizontales” de los ciudadanos (gremios,
sociedades de oficio, de ayuda mutua, culturales, etc.) y se reforzó el tejido
de la sociedad civil, las instituciones de gobierno local resistieron las
presiones de la monarquía, y pudo asentarse y consolidarse el estado representativo.
Por el contrario, donde dominaban las relaciones verticales de jerarquía y
deferencia, el tejido de la sociedad civil resultó más débil, el absolutismo
regio consiguió imponerse, las formas políticas representativas tardaron mucho
más en aparecer, y su asentamiento resultó débil y precario.»
Los párrafos anteriores
sugieren una conexión fuerte entre estado representativo y sociedad civil, que
funciona en los dos sentidos y se retroalimenta. Quiero decir que la existencia
de una sociedad civil vigorosa, bien organizada y vigilante, contribuye al mejor
funcionamiento de las instituciones representativas; y viceversa, una colaboración
democrática expedita y transparente entre las instancias de gobierno y los
gobernados, desemboca por lo general en un progreso social perceptible.
Hoy el problema no
son los privilegios de las monarquías absolutas, sino los de unas oligarquías de
plutócratas que se comportan de modo parecido al de los antiguos soberanos.
Ellos detentan todos los derechos, y se eximen de la mayor parte de los deberes.
Su interferencia continua en la acción de gobierno “desfigura” (utilizo una
expresión de la politóloga Nadia Urbinati) la
democracia y rebaja sus contenidos.
Los nuevos tecnócratas
han accedido, sin reconocimiento ni elección por parte de la sociedad, al
gobierno de instituciones clave en nuestro país, en nuestro continente y en
nuestro mundo en general. Y hay motivos para sospechar que su preocupación por
el progreso social es muy escasa, y en cambio muy grande su interés mal
disimulado en incrementar los privilegios y los beneficios de esas oligarquías
sin rostro que acechan en los terminales de los ordenadores. Hay ejemplos de
sobra: los avatares de Rodrigo Rato y el proceso
de negociación del TTIP pueden ser dos de ellos.
Los tecnócratas se
han posicionado contra las democracias, alertaba hace algunos años un
economista crítico francés, Jacques Sapir. Y la
solución a ese problema, añadía, no puede ser otra que el posicionamiento claro
de las democracias contra los tecnócratas.
Para conseguirlo,
el camino idóneo podría ser el mismo que ya dio buenos resultados en los siglos
del absolutismo: el refuerzo de la sociedad civil contra el individualismo, la multiplicación
de las organizaciones y las iniciativas colectivas, la fiscalización desde debajo
de la actuación de los órganos de representación, y la necesidad de la búsqueda
de consensos sociales amplios como perspectiva permanente de la política de las
instituciones.
En dos palabras, más
sociedad civil y más democracia.