Tenemos un sistema educativo que funciona mal, y un sistema productivo que también. Algunas personas, posiblemente con buena intención, han relacionado las dos disfunciones a través de la siguiente teoría: haría falta una educación más y mejor enfocada hacia el mundo del trabajo, a fin de cubrir el escalón que aún nos separa de los países más ricos, de los sistemas productivos más eficientes de Europa y del mundo.
Suena bonito, pero no es cierto. El profesor Vicenç Navarro es taxativo al respecto: «No hay evidencia de que el retraso económico español pueda deberse a las supuestas limitaciones del sistema escolar. Un análisis del sistema productivo señala que no hay déficit de trabajadores cualificados ni de profesionales avanzados en España. En realidad, hay más de los que el sistema productivo requiere, lo que explica su elevado desempleo y su éxodo a otros países. Hoy el mayor número de puestos de trabajo continúan estando en los puestos de baja cualificación.» (En Educación,desigualdad y empleo, clicar para ver el artículo completo.)
Quiere decirse que tenemos dos problemas, y no uno solo. Pero también algo más. Siempre será un objetivo erróneo intentar aproximar la educación a las necesidades del mundo de la empresa. La educación debe ser un proceso integral, poliédrico. Se debe educar a los/las jóvenes para la vida, para una vida infinitamente variada y llena de posibilidades. Nunca para la vida laboral, porque esa sería una concepción unidimensional, de la que por lo demás estamos ya demasiado próximos. La economía, la política y la religión confluyen en el deseo de formar (mejor dicho de deformar, de “ahormar”), a personas heterodirigidas y pasivas: votantes obedientes a las consignas y los eslóganes de unos poderes que los utilizan para otras finalidades; productores maleables en función de las necesidades cambiantes de la empresa; consumidores sensibles a los reclamos de una publicidad omnipresente.
En lugar de un mundo donde la economía productiva, la política y el comercio se propongan como objetivo la mayor felicidad de las personas, vamos en la dirección contraria, de modo que la función principal de las personas parece ser la de contribuir a los buenos resultados de la economía, del comercio o de la política en términos macroeconómicos, lo que quiere decir abstractos.
Veamos lo que está ocurriendo en la esfera laboral. Recurro a un trabajo de Pere Jódar, Ramón Alós y Joan Benach, titulado «Menos poder en la empresa significa peores condiciones de trabajo» (1). Con base a estadísticas oficiales europeas correspondientes al año 2005, es decir a un momento alcista del ciclo económico, en España, dicen los autores citados, «las prácticas de gestión de la mano de obra de las empresas operaban bajo una estrategia “cortoplacista” basada en la reducción de costes salariales y una baja inversión en el fomento del capital humano.» Cuatro de cada 10 trabajadores realizaban tareas repetidas y continuas de muy corta duración (menos de un minuto), solo 3 de cada 10 tenían la posibilidad de rotar en sus tareas, solo el 40% trabajaba en equipo (frente a un promedio europeo del 54,6%). El 63,5% de los entrevistados decía realizar tareas monótonas, solo el 19% había tenido algún tipo de formación pagada en el año anterior.
Si esto ocurría en 2005 en un contexto de euforia económica, de «burbuja», cabe imaginar que los datos no son mejores en 2015, después de siete largos años de crisis. Dicen que ahora el empleo ¿repunta? Sí, pero en todo caso bajo una gran precariedad, con minicontratos, sin seguridad social ni de otro tipo, y con los dos motores principales localizados como antes – como siempre – en los sectores de la construcción y de la hostelería. Peones, camareros, personal de limpieza. Mientras tanto, los nuevos licenciados surgidos de las universidades se ven forzados a emigrar en busca de mejores perspectivas laborales a los países del Norte.
Sin ánimo de menosprecio a cualquier posibilidad de trabajo en un contexto de paro laboral tan elevado, el nuevo empleo que se está generando ni es cualificado ni posee un valor añadido potencial capaz de generar un crecimiento en la productividad ni en la competitividad de los sectores y las empresas implicados. No supone ninguna garantía de futuro para la economía española.
Quizás, a la vista de los datos de la situación, la mejor posibilidad en relación con los dos problemas de la educación y el trabajo consiste en «girar el muñeco» (he oído la expresión a mi amigo Javier Aristu, en relación con otro asunto, y me he quedado con la copla) y, en lugar de una “educación para el trabajo”, promover un “trabajo para la educación”.
Hoy el empleo existente contribuye a la desagregación social, al enquistamiento y el crecimiento de la marginación, a la perpetuación de las desigualdades. Dentro de un proyecto político de izquierdas debería ser posible diseñar medidas legislativas, sociales y financieras tendentes a favorecer una inversión dirigida a una tipología del empleo de mayor cualificación y en sectores de mayor valor añadido, un empleo capaz de repercutir en una mayor productividad, pero además de aumentar en el proceso la reflexión, el control de la gestión de las tareas realizadas y la autonomía en general, por parte del trabajador/ra. El trabajo así concebido sería un elemento más en la educación de la persona, que elevaría sus expectativas vitales. En este sentido sería importante también ahondar en la relación entre trabajo y vida desde la perspectiva de la “conciliación”, tal y como he propuesto en estas mismas páginas en un artículo reciente (ver Por la puerta trasera.)
En resumen ajustado, todo lo expuesto lo refleja sintéticamente un dicho popular: No hay que vivir para trabajar, sino trabajar para vivir.
(1) Recogido en J. Benach, G. Tarafa y A. Recio (coords.), Sin trabajo, sin derechos, sin miedo, Icaria 2014, págs. 70-80.