miércoles, 17 de enero de 2018

COARTADAS DE LA MORAL CONVENCIONAL


León Tolstoi se hartó en algún momento de escribir la historia de Ana Karenina, y pretendió pasar a otra cosa. Le convencieron de lo contrario su esposa, la condesa, y el coro de alabanzas de sus lectores, que seguían con entusiasmo los folletines de la revista Ruskii Viesnik (“El Mensajero ruso”) en los que se venía publicando la novela desde enero de 1875. A Tolstoi le produjo, cómo no, un gran placer aquel éxito de público. En la nota preliminar a la novela de la edición que manejo (“Obras completas” tomo II, Aguilar, Madrid 1959), las traductoras, Irene y Laura Andresco, señalan que los ejemplares de la revista se agotaban en un santiamén, y se hablaba de Ana Karenina “como se habla de los grandes acontecimientos políticos”. En una carta a su amigo Strajov, Tolstoi comenta que no se esperaba esa aceptación: «Estoy verdaderamente asombrado de que algo tan vulgar y tan mezquino guste así…»
Posiblemente la razón de que “algo tan vulgar” gustara tanto fue que no se trataba de una obra de tesis, ni de un debate en el que un bando llevaba la razón y el otro cargaba con el error. La maestría del narrador elevaba infinitamente el tono de la crónica de sucesos, de acuerdo. Pero además estaba, como siempre en Tolstoi, la cuestión moral esencial. El adulterio público de Ana no es magnificado en su pluma como una conducta valerosa y consecuente; más bien es descrito como un extravío. Pero la reacción de la sociedad peterburguesa en defensa de la moral convencional y la religión, tampoco es objeto en la novela de la menor alabanza. Se describe en el mismo tono severo con el que se habla de las flaquezas de los amantes.
El paradigma del rechazo social puramente defensivo y adornado con hermosas coartadas lo es sin duda el consejero Karenin, el marido burlado que tiene la grandeza de “perdonar” pero se niega a aceptar el divorcio, con lo que sitúa a su esposa legal al margen de la ley. En cierto momento de la trama, Karenin toma la decisión cruel de impedir a Ana ver a su hijo Serioja el día del cumpleaños de este; e intenta convencerse de que no se trata de una decisión tomada en contra de Ana, sino en favor del niño, al que antes ha comunicado (pero él no lo ha creído) que su madre “ha muerto”.
Y entonces, al reflexionar sobre la actitud inflexible que ha adoptado, surgen en su interior algunos escrúpulos acerca de su ineptitud previa para responder a las necesidades de amor concreto y de afecto que Ana, y por extensión también Serioja, sin duda habían tenido. Algo, en definitiva, muy humano en el sentido de “terrenal”, sin vuelo ni elevación particular.
Tolstoi lo comenta en este párrafo antológico (Parte V, cap. XXV): «Apartaba de sí tales pensamientos, tratando de persuadirse que no vivía para esta vida pasajera, sino para la eterna, y de que en su alma reinaban la paz y el amor. Pero el hecho de haber cometido en su vida pasajera e insignificante algunos errores nimios, según le parecía, le atormentaba tanto como si no existiese la salvación eterna, en la que creía. Ese momento duró poco, no obstante, y pronto se restablecieron en el alma de Karenin la tranquilidad y la elevación, gracias a las cuales olvidaba lo que no quería recordar.»