León Tolstoi se hartó
en algún momento de escribir la historia de Ana Karenina, y pretendió pasar a
otra cosa. Le convencieron de lo contrario su esposa, la condesa, y el coro de
alabanzas de sus lectores, que seguían con entusiasmo los folletines de la
revista Ruskii Viesnik (“El Mensajero
ruso”) en los que se venía publicando la novela desde enero de 1875. A Tolstoi
le produjo, cómo no, un gran placer aquel éxito de público. En la nota
preliminar a la novela de la edición que manejo (“Obras completas” tomo II, Aguilar,
Madrid 1959), las traductoras, Irene y Laura Andresco, señalan que los
ejemplares de la revista se agotaban en un santiamén, y se hablaba de Ana
Karenina “como se habla de los grandes acontecimientos políticos”. En una carta
a su amigo Strajov, Tolstoi comenta que no se esperaba esa aceptación: «Estoy
verdaderamente asombrado de que algo tan vulgar y tan mezquino guste así…»
Posiblemente la
razón de que “algo tan vulgar” gustara tanto fue que no se trataba de una obra
de tesis, ni de un debate en el que un bando llevaba la razón y el otro
cargaba con el error. La maestría del narrador elevaba infinitamente el tono de
la crónica de sucesos, de acuerdo. Pero además estaba, como siempre en Tolstoi,
la cuestión moral esencial. El adulterio público de Ana no es magnificado en su
pluma como una conducta valerosa y consecuente; más bien es descrito como un
extravío. Pero la reacción de la sociedad peterburguesa en defensa de la moral convencional
y la religión, tampoco es objeto en la novela de la menor alabanza. Se describe
en el mismo tono severo con el que se habla de las flaquezas de los amantes.
El paradigma del rechazo
social puramente defensivo y adornado con hermosas coartadas lo es sin duda el
consejero Karenin, el marido burlado que tiene la grandeza de “perdonar” pero se niega a aceptar el divorcio, con lo que sitúa a su esposa legal al margen de la ley. En
cierto momento de la trama, Karenin toma la decisión cruel de impedir a Ana ver
a su hijo Serioja el día del cumpleaños de este; e intenta convencerse de que
no se trata de una decisión tomada en contra de Ana, sino en favor del niño, al
que antes ha comunicado (pero él no lo ha creído) que su madre “ha muerto”.
Y entonces, al
reflexionar sobre la actitud inflexible que ha adoptado, surgen en su interior algunos escrúpulos acerca
de su ineptitud previa para responder a las necesidades de amor concreto y de
afecto que Ana, y por extensión también Serioja, sin duda habían tenido. Algo, en
definitiva, muy humano en el sentido de “terrenal”, sin vuelo ni elevación
particular.
Tolstoi lo comenta
en este párrafo antológico (Parte V, cap. XXV): «Apartaba de sí tales pensamientos, tratando de persuadirse que no
vivía para esta vida pasajera, sino para la eterna, y de que en su alma
reinaban la paz y el amor. Pero el hecho de haber cometido en su vida pasajera
e insignificante algunos errores nimios, según le parecía, le atormentaba tanto
como si no existiese la salvación eterna, en la que creía. Ese momento duró
poco, no obstante, y pronto se restablecieron en el alma de Karenin la
tranquilidad y la elevación, gracias a las cuales olvidaba lo que no quería
recordar.»