El Tribunal
constitucional ha hecho lo que en medios taurófilos se conoce como una faena de
aliño. No estaba el morlaco para contrapuntos “que se suelen quebrar de sotiles”,
como advertía, en presencia de don Quijote, el titerero maese Pedro al trujamán
que cantaba las mudanzas de su retablillo. Ha estimado por unanimidad la alta
institución que no ha lugar al recurso del gobierno (no he visto que tal
circunstancia se mencione en la entusiasta crónica de elpais, sin duda por olvido
involuntario que hallará explicación adecuada si escribimos a la defensora del
lector comunicándole tal anomalía), y ha movido el caballo negro (Llarena) a
una casilla desde la que arrincona al alfil contrario (Puigdemont), que queda
en jaque y sin defensa adecuada.
Se han despejado de
ese modo las cuestiones jurídicas relativas a la investidura, pero no los
problemas políticos inherentes.
Hay hasta tres
problemas políticos sin resolver: uno urgente, el segundo grave y el tercero de
fondo. El urgente es presentar a la investidura un candidato a president capaz de contar con un
consenso suficiente para armar un gobierno estable. La pelota parece estar en
el tejado del sector más o menos ex independentista. A Arrimadas no le salen
los números, y Esquerra tiene en cambio posibilidades de atar acuerdos que
incluyan a su socio JxCat y a fuerzas con las que ya ha formado antes gobiernos
plurales con cara y ojos: PSC y En Comú Podem.
La CUP no entra en
este esquema. La CUP ha declarado a los cuatro vientos su vocación de marginalidad.
Su propuesta es reafirmarse en la República ya declarada y hacer caso omiso del
Tribunal constitucional. Es tan solo otra forma de decir: o es que somos de
verdad tontos, o es que en casa no teníamos regadera.
Explorar un
consenso viable entre las cuatro fuerzas capaces (o no) de desatascar el carro precisará
desmontar muchos apriorismos desde todos los acimuts. Ahí es donde aparece el
segundo problema político antes aludido, el grave: si existe o no voluntad colectiva
de reforzar el autogobierno que teníamos, y que se desdeñó, haciéndolo de
menos, desde el procesismo. Porque es el caso que en la trifulca montada la
autonomía no crece sino que mengua, o por mejor decir se va quedando como aquel
emblemático gallo de Morón: sin plumas y cacareando.
Y por ahí seguirá su
triste destino mientras se mantenga vigente la vía del 155, y no concurramos
entre todos a abrir una perspectiva nueva.
Puigdemont no es ya
el problema: es solo pasado. No hace falta pedirle que renuncie a lo que no ha
tenido nunca. Solo ha sido un figurón para salir del paso, un estafermo en la
connotación que tenía este vocablo en otras épocas. Nunca se ha arremangado
para gobernar de verdad, siempre se ha decantado por las declaraciones
peregrinas a la luz de los focos mediáticos. Le quedará el problema de abonar la
factura de esa suite presidencial en un hotel belga de cuatro estrellas, pero es
algo que se ha buscado él solo, y él solo habría de solucionar. Basta ya de influencers que medran a costa de gorronear
a los paganos de siempre.
Si el nada fácil
trayecto para dar solución a los dos problemas señalados pudiera ser felizmente
recorrido en su totalidad, sería el momento de abordar en condiciones mejores
el tercer problema, el de fondo: el nudo gordiano del encaje o desencaje adecuado
de Catalunya en España, donde desde hace ya demasiado tiempo, y a cuenta de la
sacrosanta unidimensionalidad de la nación, venimos siendo el asno de los
golpes en el que descargan sus azotes tribunos/as y tribunillos/as de diferentes
pelajes, al grito de “¡que viene el lobo catalán!”