domingo, 28 de enero de 2018

QUE VIENE EL LOBO


El Tribunal constitucional ha hecho lo que en medios taurófilos se conoce como una faena de aliño. No estaba el morlaco para contrapuntos “que se suelen quebrar de sotiles”, como advertía, en presencia de don Quijote, el titerero maese Pedro al trujamán que cantaba las mudanzas de su retablillo. Ha estimado por unanimidad la alta institución que no ha lugar al recurso del gobierno (no he visto que tal circunstancia se mencione en la entusiasta crónica de elpais, sin duda por olvido involuntario que hallará explicación adecuada si escribimos a la defensora del lector comunicándole tal anomalía), y ha movido el caballo negro (Llarena) a una casilla desde la que arrincona al alfil contrario (Puigdemont), que queda en jaque y sin defensa adecuada.
Se han despejado de ese modo las cuestiones jurídicas relativas a la investidura, pero no los problemas políticos inherentes.
Hay hasta tres problemas políticos sin resolver: uno urgente, el segundo grave y el tercero de fondo. El urgente es presentar a la investidura un candidato a president capaz de contar con un consenso suficiente para armar un gobierno estable. La pelota parece estar en el tejado del sector más o menos ex independentista. A Arrimadas no le salen los números, y Esquerra tiene en cambio posibilidades de atar acuerdos que incluyan a su socio JxCat y a fuerzas con las que ya ha formado antes gobiernos plurales con cara y ojos: PSC y En Comú Podem.
La CUP no entra en este esquema. La CUP ha declarado a los cuatro vientos su vocación de marginalidad. Su propuesta es reafirmarse en la República ya declarada y hacer caso omiso del Tribunal constitucional. Es tan solo otra forma de decir: o es que somos de verdad tontos, o es que en casa no teníamos regadera.
Explorar un consenso viable entre las cuatro fuerzas capaces (o no) de desatascar el carro precisará desmontar muchos apriorismos desde todos los acimuts. Ahí es donde aparece el segundo problema político antes aludido, el grave: si existe o no voluntad colectiva de reforzar el autogobierno que teníamos, y que se desdeñó, haciéndolo de menos, desde el procesismo. Porque es el caso que en la trifulca montada la autonomía no crece sino que mengua, o por mejor decir se va quedando como aquel emblemático gallo de Morón: sin plumas y cacareando.
Y por ahí seguirá su triste destino mientras se mantenga vigente la vía del 155, y no concurramos entre todos a abrir una perspectiva nueva.
Puigdemont no es ya el problema: es solo pasado. No hace falta pedirle que renuncie a lo que no ha tenido nunca. Solo ha sido un figurón para salir del paso, un estafermo en la connotación que tenía este vocablo en otras épocas. Nunca se ha arremangado para gobernar de verdad, siempre se ha decantado por las declaraciones peregrinas a la luz de los focos mediáticos. Le quedará el problema de abonar la factura de esa suite presidencial en un hotel belga de cuatro estrellas, pero es algo que se ha buscado él solo, y él solo habría de solucionar. Basta ya de influencers que medran a costa de gorronear a los paganos de siempre.
Si el nada fácil trayecto para dar solución a los dos problemas señalados pudiera ser felizmente recorrido en su totalidad, sería el momento de abordar en condiciones mejores el tercer problema, el de fondo: el nudo gordiano del encaje o desencaje adecuado de Catalunya en España, donde desde hace ya demasiado tiempo, y a cuenta de la sacrosanta unidimensionalidad de la nación, venimos siendo el asno de los golpes en el que descargan sus azotes tribunos/as y tribunillos/as de diferentes pelajes, al grito de “¡que viene el lobo catalán!”