Hay un error de
perspectiva en el artículo de elpais (en realidad, de Jot Down, revista
cultural subsumida en elpais) en el que Elios Mendieta da noticia de la
publicación en Acantilado de una nueva versión de El jardín de los Finzi-Contini, la obra maestra de Giorgio Bassani.
El error surge ya en el título (“La memoria para derrotar al fascismo”) y se
extiende a la comparación de la obra de Bassani con las de Jorge Semprún y
Primo Levi, que sobrevivieron a los campos de exterminio y escribieron
estremecidamente sobre su experiencia.
Bassani fue
inequívocamente antifascista, combatió por sus ideas y sufrió prisión, pero el Finzi-Contini no es una obra de combate
ni de memoria del horror. Es la memoria de lo que había “antes” del horror, de
lo que desapareció para siempre aplastado por la oleada de la barbarie. De lo
que trata es de la biodiversidad maltratada, de especies cuasi zoológicas
extinguidas. Su propósito queda plasmado de forma inequívoca en el prólogo, en
el que después de una excursión familiar a Cerveteri el autor reflexiona en el
destino común de los etruscos y los judíos de Ferrara, que después de
desarrollar una civilización refinada y amable en muchos aspectos, se vieron
sometidos al destino común de desaparecer de la faz de la tierra dejando únicamente
atrás las huellas materiales de su presencia efímera.
En ese sentido,
están mejor traídas a cuento en el artículo de Mendieta las citas de Marcel
Proust y de Thomas Mann, cronistas minuciosos de la vida tal como era antes de
la primera catástrofe mundial (el “tiempo perdido” de Proust) y antes de la
segunda (la “montaña mágica” de Mann). En los tres casos la literatura se
ofrece, en cierta forma, como un testamento. Puede añadirse – me limito a mi
sola experiencia de lector – algún otro nombre señero a esta gavilla de
mantenedores de la memoria del pasado. Natalia Ginzburg (nacida Levi), por ejemplo,
para ceñirnos al mundo recoleto de los judíos italianos, en Turín esta vez, en
lugar de Ferrara.
Más allá de estos
ejemplos, es toda una ancha corriente de la literatura universal la que se
propone conservar la memoria de las cosas como fueron y ya no son. Pensemos en
Tolstoi, en Faulkner, en el Alain-Fournier de El gran Meaulnes, en Lampedusa (El
gatopardo) o el mallorquín Llorenç Villalonga (Bearn), escritores situados en la encrucijada de dos mundos sucesivos
rabiosamente opuestos entre ellos, tanto que el mundo nuevo niega en todos sus
extremos a su antecesor.
Probablemente es este
uno de los temas siempre recurrentes en la historia de la humanidad. El arquetipo
trascendente original es el del final de la inocencia y la bienaventuranza, la
pérdida del paraíso en la Biblia o en Milton; pero muchos pequeños paraísos
artificiales albergaron también en la mundanidad estricta jardines de delicias (como
el de los Finzi-Contini) que un artista visionario se apresuró a consignar sin
alharacas, con pluma contenida y realista, para dejar en el ánimo del lector el
siguiente mensaje escueto: «Así eran las cosas antes. Esto es lo que se
perdió.»