Carlos Marx enunció
de una forma bastante cautelosa la idea compleja, que ya había aparecido antes en la obra de otros pensadores,
de que la economía es la sustancia de fondo de la historia. Al hacerlo, evitó
tanto el reduccionismo (no “toda” la historia es economía), como el
determinismo (la historia como vehículo de dirección única, y con un final previsible
de antemano). No dijo Marx que la historia avanza al compás del progreso de la
producción; dijo que su motor último es la lucha de clases, lo que deja bastante espacio al protagonismo colectivo de las personas en la sociedad.
Sin embargo, una
determinada “Vulgata” del pensamiento marxiano sí cayó en las dos deformaciones
citadas: fue reduccionista y fue determinista.
En el campo de la
izquierda, ya apenas se practica ese tipo de catecismo marxista. Ha habido
buenas razones para aparcar el optimismo inasequible al desaliento y trazar
líneas prospectivas en direcciones diferentes. Paradójicamente, donde la
Vulgata marxista se instala hoy con mayor desahogo es entre quienes más
denigran a Marx. El “final de la historia” se celebró con champaña y
lanzamiento de cohetes desde Harvard, y la teoría peregrina de que hoy somos
todos clases medias, se han acabado los conflictos, y no quedan más proletarios
que quienes no sirven para otra cosa, fue repetida en todos los foros hasta la
náusea (así lo recuerda, por ejemplo, Owen Jones en Chavs), hasta que llegó la gran crisis global de 2008 para
demostrar que la historia continuaba y las amplias “clases medias” estaban
atrapadas en un proceso profundo de proletarización. El capitalismo “de rostro humano” (conviene hacer
memoria de cuando en cuando de una expresión que ahora se oculta hasta desaparecer
por completo debajo de la alfombra, en la literatura política y económica
corriente) había basado su estrategia global en un paradigma histórico-económico
abiertamente determinista y reduccionista. Dicho de otro modo, en un marxismo
ingenuo, en la Vulgata ya puesta en solfa siglos atrás con el cuento de la
lechera que iba al mercado.
Para expresarlo con
el crítico inglés Terry Eagleton: «Uno de los motivos por los que los mercados
financieros se inflaron desproporcionadamente hace unos años es que se
fundamentaron en modelos que asumían que el futuro sería muy parecido al
presente.» (1)
El futuro, sin
embargo, llevó abiertamente la contraria a quienes preconizaban las virtudes del
mercado para regular la miríada de egoísmos individuales codiciosos que, según
esta interpretación, habían sustituido a lo que antes era conocido como “sociedad”,
como “clases sociales”, como “derechos colectivos”, como “patrimonio común”.
Sin embargo, un
banquero-político tan señalado como Rodrigo Rato, en el juicio por la tremenda
escabechina económica y social que perpetró a conciencia desde la dirección de
Bankia, todavía se defendía así hace pocos días: «¡No fue una estafa, fue el
mercado!»
Y Mariano Rajoy,
político que se distingue entre todos por su fe inquebrantable en la economía
como solución única a todos los problemas, incluido el de la misma corrupción
rampante en su partido, respondía a una pregunta sobre la brecha salarial entre
mujeres y varones: «No nos metamos en eso.»
Lo que implica, si
no me equivoco, la convicción de que, abandonados a sus propias fuerzas los
sujetos sociales con la consigna de incrementar a toda costa la producción por
la producción, sin más reglas ni condiciones, el mercado les hará a las mujeres
el favor de paliar poco a poco hasta eliminarla por completo la desigualdad
salarial de género existente, sin necesidad de que la política intervenga para buscar
una solución justa al problema.
Mucho determinismo
es ese; y mucho reduccionismo. Rajoy viene a ser un marxista ingenuo que nunca
ha leído a Marx; solo a Marca.
(1) T. Eagleton, Por qué Marx tenía razón. Ed. Península
2015, traducción de Albino Santos Mosquera. El libro es absolutamente
recomendable como una reflexión sugerente y provocativa sobre muchos tópicos y clichés
al uso en la práctica política y económica actual.