jueves, 11 de enero de 2018

CUANDO RESISTIR FUE UN OFICIO


El libro más reciente de Javier Aristu, «El oficio de resistir» (Editorial Comares, Granada 2017) se asienta sólidamente en dos premisas de método y una conclusión. La primera premisa es la utilización de “miradas de la izquierda” para examinar lo ocurrido a los andaluces durante los años sesenta del siglo pasado, tanto en Andalucía misma como en otras latitudes (Cataluña, en particular). La segunda premisa es la melancolía, como punto de vista u observatorio privilegiado de lo que se investiga. Respecto de la conclusión, diré algo al final, después de detenerme en estas dos cuestiones previas de método.
Las miradas ajenas, para empezar. Los años sesenta fueron una época preñada de novedades y de cataclismos. Podía elegirse para estudiarlos el camino de los tratados históricos concienzudos, más o menos completos, más o menos abstractos. O bien seguir el hilo tenue de las intrahistorias, los análisis particulares, los puntos de vista argumentados por personas que fueron testigos directos de los acontecimientos.
Uno y otro método dan como resultante, como destilado de la operación llevada a cabo, historia, ciencia histórica, con toda su carga de verdad objetiva y de realidad colectiva. Pero el primer edificio histórico se habrá levantado de una pieza, desde presupuestos teóricos bien asentados y mediante una poderosa síntesis globalizadora, mientras que el segundo se compondrá un poco azarosamente y sobre la marcha, a partir de la selección y el ensamblaje de retales significativos, cada uno de una pequeña porción de realidad concebida a escala humana. La finalidad perseguida será, por supuesto, componer con ellos un constructo que se tenga sobre sus pies, “con cara y ojos” como suele decirse. O sea, en definitiva, algo más valioso y más duradero que una suma de miradas individuales y subjetivas.
Este segundo es el método elegido por Aristu, pero no es menos importante el punto de vista, el ángulo de visión particular desde el que aborda el conocimiento de la realidad examinada. El punto de vista de la melancolía. Melancolía desde la derrota, por la parábola política trazada a partir de los grandes cambios sociales y antropológicos de la España de los años sesenta, que llevó a una generación al apogeo de sus posibilidades, y hundió a las siguientes en la amargura de lo inconcluso, de las expectativas rotas.  
 Cita Aristu al respecto a Enzo Traverso: «La memoria de la izquierda es un vasto continente hecho de victorias y derrotas: las primeras jubilosas pero en la mayoría de los casos efímeras, las segundas casi siempre duraderas. La melancolía es un sentimiento, un estado de ánimo y una disposición del espíritu. Para comprender la cultura de la izquierda hay obligatoriamente que ir más allá de las ideas y los conceptos.»
Y añade Aristu respecto de su propia brújula para la navegación por el pasado: «Frente al simple acto de escribir un epitafio o de levantar un monumento se trata de explorar un paisaje memorial multiforme  y complejo. Frente a la simple reivindicación sacralizada de las “víctimas”, el objetivo de este revolucionario ejercicio melancólico es trasladar la mirada hacia los “vencidos”. Así, habrá que ver las tragedias y las batallas perdidas del pasado como una carga y una deuda que a su vez contiene la promesa de la redención.»
Y así llego a la tercera pata del libro, su conclusión, mejor dicho una de las conclusiones a que nos aboca la lectura; pero que me importa resaltar por su hondura y su urgencia. Es la constatación de que los grandes cambios ocurridos en la geografía social española en los sesenta tuvieron que ver con el trabajo como elemento central, y que el trabajo fue el lugar en el mundo al que se aferró una generación para resistir frente a una política obsoleta y hostil, frente a unas jerarquías sociales y religiosas inmovilistas, frente al peso de las rutinas y los prejuicios y los vicios de pensamiento, palabra y obra de las elites dominantes.
Digo el trabajo, no el empleo. Poner en el centro de la política el trabajo se entiende demasiadas veces como facilitar al máximo la “empleabilidad” (vocablo decididamente sospechoso) de las personas. Hablo del trabajo como el componente principal de la identidad individual. Uno es pescador, o tornero, o crítico de arte antes que andaluz, o catalán, o español. Estamos viendo como, con la desvalorización del trabajo, se refuerzan artificialmente otras “identidades” nebulosas y más o menos imaginarias, que traen como resultado la división social, en lugar de la solidaridad.
El papel del trabajo como ingrediente de la personalidad, y el del sindicalismo como factor de resistencia, de coherencia y de fraternidad, quedan plasmados de mil modos en las páginas del libro de Aristu. Cuando nos preguntemos, como Mario Vargas Llosa en una de sus novelas más justamente famosas, «¿Cuándo se jodió el Perú, Zavalita?», forzosamente habremos de respondernos que fue cuando se perdió el valor intrínseco del trabajo y se banalizó el del empleo, haciendo desaparecer así un factor esencial de cohesión social y depositando en su lugar los gérmenes de futuras inquinas, discordias y rencillas.
Y en esta constatación melancólica quedará contenida una promesa, incierta pero luminosa, de redención futura.