El libro más
reciente de Javier Aristu, «El oficio de resistir» (Editorial Comares, Granada
2017) se asienta sólidamente en dos premisas de método y una conclusión. La
primera premisa es la utilización de “miradas de la izquierda” para examinar lo
ocurrido a los andaluces durante los años sesenta del siglo pasado, tanto en
Andalucía misma como en otras latitudes (Cataluña, en particular). La segunda
premisa es la melancolía, como punto de vista u observatorio privilegiado de lo
que se investiga. Respecto de la conclusión, diré algo al final, después de detenerme
en estas dos cuestiones previas de método.
Las miradas ajenas,
para empezar. Los años sesenta fueron una época preñada de novedades y de
cataclismos. Podía elegirse para estudiarlos el camino de los tratados históricos
concienzudos, más o menos completos, más o menos abstractos. O bien seguir el
hilo tenue de las intrahistorias, los análisis particulares, los puntos de
vista argumentados por personas que fueron testigos directos de los
acontecimientos.
Uno y otro método
dan como resultante, como destilado de la operación llevada a cabo, historia, ciencia
histórica, con toda su carga de verdad objetiva y de realidad colectiva. Pero el
primer edificio histórico se habrá levantado de una pieza, desde presupuestos
teóricos bien asentados y mediante una poderosa síntesis globalizadora, mientras
que el segundo se compondrá un poco azarosamente y sobre la marcha, a partir de
la selección y el ensamblaje de retales significativos, cada uno de una pequeña porción
de realidad concebida a escala humana. La finalidad perseguida será, por
supuesto, componer con ellos un constructo que se tenga sobre sus pies, “con
cara y ojos” como suele decirse. O sea, en definitiva, algo más valioso y más
duradero que una suma de miradas individuales y subjetivas.
Este segundo es el
método elegido por Aristu, pero no es menos importante el punto de vista, el
ángulo de visión particular desde el que aborda el conocimiento de la realidad
examinada. El punto de vista de la melancolía. Melancolía desde la derrota, por
la parábola política trazada a partir de los grandes cambios sociales y
antropológicos de la España de los años sesenta, que llevó a una generación al
apogeo de sus posibilidades, y hundió a las siguientes en la amargura de lo
inconcluso, de las expectativas rotas.
Cita Aristu al respecto a Enzo Traverso: «La memoria de la izquierda es un vasto
continente hecho de victorias y derrotas: las primeras jubilosas pero en la
mayoría de los casos efímeras, las segundas casi siempre duraderas. La
melancolía es un sentimiento, un estado de ánimo y una disposición del
espíritu. Para comprender la cultura de la izquierda hay obligatoriamente que
ir más allá de las ideas y los conceptos.»
Y añade Aristu
respecto de su propia brújula para la navegación por el pasado: «Frente al simple acto de escribir un
epitafio o de levantar un monumento se trata de explorar un paisaje memorial
multiforme y complejo. Frente a la
simple reivindicación sacralizada de las “víctimas”, el objetivo de este
revolucionario ejercicio melancólico es trasladar la mirada hacia los “vencidos”.
Así, habrá que ver las tragedias y las batallas perdidas del pasado como una
carga y una deuda que a su vez contiene la promesa de la redención.»
Y así llego a la tercera
pata del libro, su conclusión, mejor dicho una de las conclusiones a que nos
aboca la lectura; pero que me importa resaltar por su hondura y su urgencia. Es
la constatación de que los grandes cambios ocurridos en la geografía social
española en los sesenta tuvieron que ver con el trabajo como elemento central,
y que el trabajo fue el lugar en el mundo al que se aferró una generación para
resistir frente a una política obsoleta y hostil, frente a unas jerarquías
sociales y religiosas inmovilistas, frente al peso de las rutinas y los
prejuicios y los vicios de pensamiento, palabra y obra de las elites dominantes.
Digo el trabajo, no
el empleo. Poner en el centro de la política el trabajo se entiende demasiadas
veces como facilitar al máximo la “empleabilidad” (vocablo decididamente
sospechoso) de las personas. Hablo del trabajo como el componente principal de
la identidad individual. Uno es pescador, o tornero, o crítico de arte antes
que andaluz, o catalán, o español. Estamos viendo como, con la desvalorización
del trabajo, se refuerzan artificialmente otras “identidades” nebulosas y más o
menos imaginarias, que traen como resultado la división social, en lugar de la
solidaridad.
El papel del
trabajo como ingrediente de la personalidad, y el del sindicalismo como factor
de resistencia, de coherencia y de fraternidad, quedan plasmados de mil modos
en las páginas del libro de Aristu. Cuando nos preguntemos, como Mario Vargas
Llosa en una de sus novelas más justamente famosas, «¿Cuándo se jodió el Perú,
Zavalita?», forzosamente habremos de respondernos que fue cuando se perdió el
valor intrínseco del trabajo y se banalizó el del empleo, haciendo desaparecer así
un factor esencial de cohesión social y depositando en su lugar los gérmenes de
futuras inquinas, discordias y rencillas.
Y en esta
constatación melancólica quedará contenida una promesa, incierta pero luminosa,
de redención futura.