A
pesar de sus alardes parlamentarios, Sir Uinstón nunca llegó a beberse el
cianuro que le había sido recetado.
Ahora mismo, y si se examina la cuestión en diagonal, la
política y la cultura parecen seguir caminos divergentes. Expresado con
crudeza: o se es político, o se es culto. La unidad operativa que maneja la
persona culta es el dato; la del político al uso, es el relato. Por ejemplo,
Isabel Díaz Ayuso ha montado sobre la Historia de España un galimatías heroico
sin mayores puntos de contacto con la realidad tal como ha quedado establecida
a través de documentos, cronicones y certezas de orden arqueológico (¿sospecha IDA
siquiera, por poner un ejemplo, que el Cid estuvo al servicio del rey moro de
Zaragoza?) Alberto Núñez Feijoo, por su parte, ha mostrado que la ciencia económica
puede quedar reducida a una fantasía etérea, ya desde su primera aparición en
el Senado. Ambos han construido sus relatos a priori, de acuerdo con premisas sin
contrastar que les parecieron favorecedoras. Y una vez acabado el constructo,
lo han encajado, como se encajaba en otros tiempos el cilindro en una pianola
(ambos líderes tendrían serios apuros para explicar en público qué es una
pianola, dicho sea de pasada) en el contexto que tenían a mano. Han soltado la
retahíla y, mientras lo hacían, miraban hacia la bancada de sus fieles con un
aire satisfecho de “ahí queda eso”, y alternativamente con desafío a la bancada
rival, con la expresión indicada para el “chúpate esa”.
Después de soltada la metralla, nuestros políticos de la derecha
ya no discuten, los argumentarios han quedado desfasados en la comparecencia institucional.
De modo que cuando Yolanda Díaz, una política bastante atípica, se levanta de
su escaño y anuncia con aire pedagógico “le voy a dar dos datos…”, ellos se
limitan a escucharla meneando incrédulos la cabeza (¿a quién se le ocurre dar
datos en política?). Los interpelados más agresivos fulminan a Díaz con la
mirada y dejan entrever lo que están pensando: “¿Dos datos? Dos buenas hostias
te daba yo…”
Olviden lo anterior, se lo ruego, y hagan un acto de fe en
la cultura de la política. Existe. Más aún, por lejanos que parezcan los dos
términos en los shows parlamentarios y en las ocurrencias electoralistas
de campaña, hay una relación íntima entre política y cultura. La política forma
parte de ese bagaje imprescindible que llamamos cultura y llevamos con nosotros
desde que aprendemos de muy niños el uso de las palabras y el control de las
sensaciones. Y viceversa, la cultura tiene siempre – escuchen bien, siempre –
un sentido y una intención claramente políticos. Políticos en sentido recto, no
torticero; valga la aclaración.
Se supone con poco fundamento que la política es, en
democracia, un no man’s land minado en el que solo vale la opinión de
parte, y el voto es la única unidad de medida de la razón de cada cual. No es
así, aunque siempre y en todas partes ha habido debates acalorados y pasados de
revoluciones. Una dama laborista británica concibió durante un debate
parlamentario un asco tan grande por las opiniones ultraconservadoras que
expresaba el joven tory lord Churchill, que le anunció que si tuviera la
desgracia de ser su esposa, le pondría cianuro en el café. “¡Si yo tuviera la
desgracia de ser su marido, señora, me bebería sin dudarlo ese café!”,
respondió Sir Uinstón.
Pero ninguno de los dos hablaba en serio. Fue por ambas
partes un desahogo parlamentario, y no una flecha envenenada en formato de tuit
destinada a aparecer en los titulares de las noticias televisadas de la noche. Sir
Uinstón nunca consideró en serio beberse el cianuro, como había hecho Sócrates con
la cicuta tantos siglos antes; y su oponente jamás se lo habría puesto en el
café. Él era una perfecta sabandija, pero una sabandija demócrata, y un estadista
además. Así lo demostró cuando la Historia le puso frente a sus
responsabilidades respecto del país que le había elegido como Premier. Gloria a
Sir Uinstón. El reconocimiento del mundo mundial llegó tan lejos que incluso la
Academia sueca le concedió el Premio Nobel de Literatura por unas Memorias de
Guerra que no pasaban de ser un peñazo infumable. En el caso improbable de que
Ayuso se animara a hojearlas, por cierto, la llenaría de confusión el hecho de
que los alemanes figuren en el bando de los malos, y los rusos en el de los
buenos. Es lo que tiene confundir la Historia con el Estereotipo.
El ejemplo impúdico de Sir Uinstón me da fuerza para
afirmar que jamás se ha bendecido en democracia la solución de que el ganador de
unas elecciones se lleve toda la puesta que hay sobre el tapete, mientras el
perdedor queda abandonado en la acera con los bolsillos llenos de lluvia.
Es lo que está pasando en Madrid, y puede pasar también en
Andalucía. Y eso no es cultura democrática, sino perversión democrática. El
objetivo de la política al uso parece consistir, por lo que se va viendo en
ciertas actitudes de la derecha, en impedir el debate, ocultar el programa y
jugar con la ignorancia de la audiencia como ventaja electoral añadida, para
luego arramblar con el botín y humillar al vencido de todas las formas posibles.
Olona, una candidata sin derecho legal a presentarse, ha
sido habilitada (?) por la Junta Electoral, que también ha mirado a otro lado
mientras los obispos emitían sus oráculos envueltos en incienso, aprovechando
la romería del Rocío. Allí los políticos se han fotografiado lado a lado con
las imágenes sagradas, las sotanas y las batas de faralaes. De la españolada al
adefesio. Sir Uinstón se habría tragado su eterno puro, estupefacto.
Esta actitud revanchista y triunfalista apunta a un renacimiento
del pensamiento totalitario, a una novísima disociación entre política y cultura
democrática, que podría retrotraernos de nuevo a las viejas lacras del
señoritismo, la catequesis, la rapiña y la hambruna.
Voten pues, andaluces de todas partes, y voten bien. Es
para hoy, no lo dejen para luego.