Los presuntos
implicados, en el despacho de la Agencia de Detectives Continental. En el centro del grupo, el halcón
de la ultraderecha maltesa. (Fotograma de “El halcón maltés, John Huston 1941)
A José
Luis López Bulla.
El Hombre Gordo había dejado flotando la pregunta, desde detrás
de su escritorio en el despacho de la Agencia de Detectives Continental: «¿Por qué nadie sabe aproximadamente la
razón de la emergencia de las ultraderechas?»
– Pregunta por ahí y mira qué averiguas – me dijo sin
mirarme, con un resoplido cansado.
Me levanté, me puse la gabardina y el sombrero flexible (fuera
llovía en los malecones desolados del puerto, entre las grúas en desguace
extrañamente rotas e inertes), y me dirigí a pie al garito de Rick, para
escuchar los rumores novedosos que pudieran correr entre los tertulianos
habituales.
Me aposté como mirón de una partida de póquer. La luz ambiente
era mediocre, los gestos furtivos, las frases se cruzaban en voz baja con un
ritmo sincopado. Todos fumaban, el aire se espesaba en torno a las escasas
bombillas de los apliques, y detrás de una cortina ajada sonaba jazz en un
pick-up oculto a la vista.
«No apostéis por Macarena, es caballo muerto», declaró
formal un recién llegado, que aportó un relente de humedad al corro de
fumadores.
«Qué me dices de Moreno Bonilla», refunfuñó alguien.
«Sigue encabezando las apuestas».
«Los dos son la misma mierda», suspiró el primero.
«Dime algo que yo no sepa.»
Tanteé en busca de alguna pista más concreta: «Alguien se
está forrando con todo esto.»
Se barajaron los nombres consabidos, desde el Campechano al
Íbex 35. Nada que apuntar en mi bloc de notas.
«Todos esos ya se forraban antes», observé sin dirigirme a
nadie en particular.
«Claro, Trampas», me aleccionó un conspicuo de nariz de
perro ratonero y hocico de bulldog. «Esto es solo otra vuelta de tuerca».
Dejé el cubata moribundo sobre un velador, busqué mi bloc
en el fondo del bolsillo de la gabardina, lo sobé en busca de una página en
blanco, y garabateé rápidamente: “vuelta de tuerca.”
No era mucho, solo algo por donde tal vez empezar.
«Qué se debe», volví la cabeza en dirección al barman que
trajinaba en la barra. Le pasé un par de pavos, y vuelto hacia la peña
esbocé un gesto de despedida al tiempo que me encasquetaba el sombrero
flexible: «Abur, seguir bien».
Me sumergí en la noche procurando evitar los charcos más
grandes en el asfalto cuarteado. Iba rumiando para mí: “otra vuelta de
tuerca”. Cuarenta años atrás, el Hombre Gordo y yo, no solos sino junto a
otros muchos incondicionales, habíamos contribuido a que se impusiera en la
ciudad el respeto debido a la Ley y el Orden. Aquello se estaba deteriorando a
ojos vistas. Alguien debería darse prisa en tomar el relevo antes de que fuera
tarde.
(Continuará,
o no)