“Dos cortesanas”,
pintura de Vittore Carpaccio. Museo Correr, Venecia.
Un amigo reciente, Jorge Ollero Peran, andaluz trasplantado
a territorio foral, ha escrito un libro titulado “Penalismo mágico”. La crítica
de fondo me parece brillante: va dirigida a la gente que considera posible
cambiar la naturaleza humana a golpe de código penal. Como tal cosa no puede
ser y además es imposible, habría que buscar el cambio por otras vías.
Ya caía en esa ingenuidad básica, tan propia de la
izquierda, la Constitución de Cádiz al declarar que los españoles éramos justos
y benéficos. Ni por el forro, oiga.
Está encima de la mesa la propuesta de prohibir la prostitución. Es una lacra, sí. Pero resulta difícil creer que el oficio más antiguo del
mundo declinaría hasta desaparecer, solo con el establecimiento de una buena
lista de tarifas con las que castigar los distintos entresijos del comercio
sexual. Los/las españoles/as no somos justos y benéficos. La escalada severa de multas, y las penas consiguientes de privación de libertad, no
llegaría en ningún caso al auto de fe, porque no es políticamente correcto, y
tal vez ni siquiera al “trato de cuerda” para arrancar una confesión. Quizás – es
una cuestión debatible – sí sería posible que los jueces (no les llamemos
inquisidores, sería de mal gusto) tuvieran a su disposición informantes espontáneos
o remunerados, que atestiguaran por ejemplo que Zutanito ha perdonado el
alquiler del mes a su realquilada Menganita a cambio de lo que se conoce
internacionalmente como un blow-job, y entre nosotros suele llamarse “mamada”.
Por cierto, un obispo considera que no hay pecado en la hembra si ejecuta esa
suerte sexual obligada por la obediencia debida al marido legítimo, y lo hace pensando
en Jesucristo. Quede constancia del dato para disponer de una casuística
completa.
La prohibición de la prostitución podría llevarnos así de
lejos. La alternativa es hacer la vista gorda a los desvíos incidentales de la
norma ética y vetar en cambio de forma taxativa el “oficio”, la profesión
remunerada del amor venal. Vale. Desde luego. Pero una canción de Georges
Brassens, “Concurrence déloyale”, recoge la protesta de las trabajadoras
del sexo contra la competencia desleal de que son objeto por parte de las
mujeres “de bien”. Las colegialas, las amas de casa, las marquesas, están irrumpiendo
ya en el campo acotado del sexo venal con consecuencias deplorables para las
relaciones económicas en general: resultan mucho más baratas. (“Añadan a eso el
auge creciente en nuestro tiempo de la manía del acto gratuito”, advierte en
tono apocalíptico la canción.)
Imaginen todo lo que podría pasar si además está sazonado con una prohibición legal. La cuestión es espinosa.
Tampoco me siento capaz de tomar partido a favor o en
contra de ese nuevo impuesto propuesto para las grandes fortunas. Mi pregunta,
en todo caso, es quién va a ponerle el cascabel al gato. La Agencia Tributaria
lleva años tratando de sacar a la superficie legal los cuantiosos capitales disimulados,
desviados y/o evadidos de la inspección fiscal ordinaria. Una porción
considerable (no estoy en condiciones de cuantificarla, aviso) de propietarios de grandes
fortunas cumplimentan su declaración anual de IRPF con tal pulcritud que les
sale a devolver. Añadan un impuesto extra, y todo lo que conseguirán será que
les toque a devolver más dinero.
Prescindan de la magia codificadora, entonces, en el intento arduo de cambiar
la realidad. Hay medios recomendables para conseguirlo, pero los códigos en
general solo sirven para dar fijeza a lo que ya está reconocido, nunca para
acceder a través de ellos a situaciones nuevas, por deseables que resulten.