Una imagen mía datada hacia el año 1978 (foto, Montse Brugué)
Donald Trump, ese hombre, ha comentado que la recentísima
prohibición del aborto por el Tribunal Supremo de Estados Unidos ha sido “una
decisión de Dios”.
Cabría concluir que el Tribunal Supremo es Dios, con lo que
de un plumazo habríamos resuelto un problema teológico secular. Faltarían, eso
sí, algunos flecos por resolver: ¿es Dios “este” Supremo, o bien cualquiera de
los que han ejercido sus funciones constitucionales en los Estados Unidos, o bien
todos los Supremos de todos los países son Dioses, y en este último caso qué
prelación o jerarquía cabe establecer entre los diferentes Supremos? ¿Es más
Dios el Supremo de EEUU que el de Luxemburgo, por ejemplo, o sucede a la
inversa, o participan todos los Supremos por igual de la misma naturaleza
divina, incluidos aquellos que llevan años con el mandato caducado?
Más difícil aún, y más esotérico: ¿corresponde una chispa,
por pequeña que sea, de esa naturaleza divina infusa, al juez Manuel García
Castellón, que se está aplicando a resolver con una pachanguita marca de la
casa la sustanciación del caso Villarejo desde la Audiencia Nacional?
El populismo imperante está arrasando con el lenguaje
complejo, y el resultado es que los significantes (las palabras) ya no se
corresponden con los significados antes cuidadosamente codificados para cada
palabra.
Se lo explico: hasta ahora entendíamos por Dios un determinado
significado, más o menos identificable. Unos pensarían (ojo al modo
condicional, los semiólogos advierten que está en vías de extinción en las
neoparlas) que Dios existe, otros que no existe en absoluto, otros aún que
existe de alguna forma diferente a las codificadas por las distintas religiones
que lo han distinguido con sus plegarias y rogativas. Pero todos sabíamos antes
a lo que nos referíamos cuando mencionábamos a Dios. El significante y el
significado concordaban.
En cambio, si consideráramos que cuando habla este o aquel
Tribunal Supremo (incluso, forzando un poco las posibilidades, el juez García
Castellón), quien habla en realidad es Dios, habríamos echado por tierra varios
milenios de civilización. Peor aún, habríamos dejado como unos zorros el
lenguaje, ese instrumento sutil de relación y de entendimiento entre las
personas que se ha ido formando poco a poco mediante aportaciones sucesivas
basadas en el método del ensayo y el error. El lenguaje, como el hombre para el
filósofo Sartre, se convertiría de pronto en una pasión inútil.
El aborto nunca ha sido un derecho incondicionado: el
mecanismo previsto por la naturaleza para el nacimiento de las personas ha ido derivando,
mediante una larga marcha civilizatoria, desde la esfera de la necesidad hacia
la de la libertad: han entrado en juego consideraciones sutiles, como si el
hijo era deseado o aparecía por un acto de fuerza o violencia; como las eventuales
contraindicaciones médicas para la madre (no importa solo la vida del feto,
sino la de quien lo alberga), y como otras aún. La venida al mundo de un nuevo
ser se rodea de toda clase de garantías para hacer de ella un acto positivo, y se
previene desde el principio un futuro decente o digno de la criatura humana en
el seno de un entorno amistoso, marcado por el amor y la responsabilidad.
Es decisión de Dios (dice Trump) romper esta delicada
cadena de la vida y priorizar de forma exclusiva el hecho fisiológico. Cuando
haya nacido, el nuevo ser ya se las apañará para subsistir como sea. Y si en
alguna ocasión desea no haber nacido, que se joda. La vida en cualquier caso es
algo muy simple, como lo ha expresado la poeta Wislawa Szymborska en una
pequeña composición ejemplar:
La vida en la Tierra sale bastante barata.
Por los sueños, por ejemplo, no se paga ni un
céntimo.
Por las ilusiones, solo cuando se pierden.
Por poseer un cuerpo, se paga con el cuerpo.
¿Qué puede salir mal, entonces?