Imagen
nocturna del templo de Súnion iluminado, con la Superluna al fondo.
Súnion! T'evocaré de lluny amb un crit
d'alegria,
tu i el teu sol lleial, rei de la mar i
del vent…
Carles RIBA, “Súnion!”
He leído que el templo de Posidón, en el abrupto peñasco de
Súnion que se adentra en el mar en el extremo sudoriental del Ática, fue en tiempos el
tercer vértice de un triángulo sagrado formado además por el templo de Atenea en la Acrópolis de Atenas (el Partenón), y el templo de Afaya en la isla de
Egina, que estaba consagrado inicialmente a Zeus, lo que completaría la tríada
de divinidades protectoras de la polis de Atenas. Siglos más tarde, sin
embargo, sería Atenea la diosa venerada en Afaya.
Dejando, pues, a un lado la cuestión de si fue consciente o
no esa constitución de un triángulo, mágico como el de las Bermudas, de alerta
temprana ante posibles merodeadores hostiles, Súnion aparece en sí mismo como un símbolo
completo, de una enorme fuerza sugestiva. El templo está dispuesto en un eje
este-oeste, de modo que todas las tardes el sol poniente queda atrapado entre
las columnas dóricas del frontal. Y en lo alto del acantilado vertical que mira
al sur, aparece marcado el lugar desde donde, según la tradición, se arrojó el
rey Egeo al abismo.
Su hijo, el héroe Teseo, había partido de Atenas en un
barco aparejado con velas negras, para tratar de liberar a su pueblo del pesado
tributo que obligaba a destinar anualmente siete varones y siete doncellas para
alimento del Minotauro de Creta. Dejemos a un lado, de nuevo, la veracidad del
tema de fondo; en la Grecia antigua, cada aedo reinventaba los mitos de la
comunidad, en muchas ocasiones de forma contradictoria o enrevesada. La
existencia del Minotauro – fruto monstruoso de la pasión insana de la esposa del
rey cretense Minos por un hermoso toro – y su conducta caníbal tiene todo el
cariz de propaganda bélica, en una época de irrupción o invasión de los dorios
en una geografía hegemonizada hasta entonces por pueblos de una civilización
más alta. La “posverdad” no es un invento reciente. Siempre se ha utilizado el
expediente fácil de acusar al enemigo de bárbaro y de inhumano, para justificar
las barbaridades e inhumanidades propias.
En cualquier caso, la leyenda dice que Teseo tenía instrucciones
de mantener las velas negras en el regreso a Atenas si había fracasado en su
empresa, y de cambiarlas por velas blancas si había tenido éxito; para que su
padre pudiera disfrutar de la victoria desde la primera ojeada.
Pero el héroe era, ay, olvidadizo. Lo demostró al dejarse olvidada
en Naxos a Ariadna, la hija de Minos, enamorada de él, que le suministró el
hilo que le orientó en el Laberinto de Cnossos y le permitió estoquear a la
fiera allí encerrada. Y volvió a demostrarlo al no cambiar las velas de su nave
después de consumada la hazaña sangrienta. Egeo, que vio llegar la nave
solitaria de luto riguroso, no pudo soportar el dolor y saltó desde lo alto del
peñasco. Los dioses convirtieron entonces su cuerpo destrozado en una guirnalda
de islas que se extendió por toda la extensión del mar que desde entonces recibió el
nombre de Egeo.
Créanlo, o no. Pero no olviden ustedes, pobres Teseos de
suburbio, acudir a Súnion una vez al menos en la vida, para sentir la fuerza del
sol, el viento, la piedra y el mar, que no se parecen a los de ningún otro
lugar, y dejarse acariciar por un soplo efímero de inmortalidad.