Dice el cardenal
Cañizares que no se puede ser a la vez buen católico e independentista. No
estoy en condiciones de discutirlo; personalmente no entro en ninguna de las
dos categorías, y quizá por esa razón no percibo bien la contradicción. De otra
parte, no me atrevo a llevar la contraria a un experto reconocido en la materia.
Podría objetar,
quizá, que según la doctrina buen católico es el que cumple los mandamientos, y
en ninguno de los diez se dice ─hasta la fecha─ nada sobre la independencia.
Pero gracias a mi bisabuela sé que las cosas no son ni mucho menos tan
sencillas como parecen. Para decirlo con mayor precisión, hay muchos más
mandamientos en el cielo y en la tierra que los escritos en las tablas de la ley.
De haberse conocido
el cardenal Cañizares y mi bisabuela, habrían simpatizado. Los dos coincidirían
en el punto de vista de que en el cielo tienen reservado el derecho de admisión
solo los españoles de bien; nada de extranjeros, ni forasteros, ni otras
especies de personas dudosas.
Mi abuela, como es
natural, nunca tuvo pujos de independentismo, pero para ella dicha condición
negativa podía ser como mucho necesaria, no suficiente en sí misma para calificar al
buen católico. El buen católico había de ser, además, necesariamente monárquico
y de derechas. Una de sus opiniones favoritas en política, puede que ideada de
su propia cosecha aunque sospecho más bien que leída en algún opúsculo, tal vez
de jesuitas porque para ella eran lo más, venía a decir que Largo
Caballero de largo tenía poco, y de caballero todavía menos.
Al buen católico de
mi bisabuela le gustaban los toros; lo contrario sería sencillamente
inconcebible. En este aspecto, sin embargo, había distinciones ulteriores a tener
en cuenta. Para ella estaban muy bien Lalanda, y Gitanillo de Triana, y ese
chico de tan buena planta que acababa de coger los trastos como novillero,
Antoñito Bienvenida, el hijo del Papa Negro. En cambio, dudaba muy seriamente
que un manoletista confeso pudiera llegar algún día al cielo. En relación con
Manolete y sus adeptos, seguramente habría pensado que el cardenal Cañizares,
como tantos otros clérigos de su predilección por otra parte, tenía la manga
demasiado ancha. En cuestiones de fe y costumbres, es necesaria una sana
inflexibilidad para impedir que se cuele ningún desaprensivo en el selecto aprisco del
Buen Pastor.
Ya de edad avanzada,
mi bisabuela se encrespó con su médico de cabecera (hombre por lo demás
irreprochable, de comunión diaria y padre de familia numerosa) porque le
prohibió seguir con la rutina habitual para sus cenas: un huevo frito (¡solo
uno! ¿qué daño podía hacer?) sazonado con sal y espolvoreado de pimienta. ¡Eso
no es caridad cristiana!, tronó mi bisabuela, mujer enérgica y de buen diente que,
por más que seguía activa en las labores caseras, había adquirido tal ruedo a
la altura del popó que obligó a sus hijas Amparo, Concha y Cristina a retirar
dos consolas del pasillo, bastante estrecho, para permitirla desplazarse sin
impedimento de la salita al baño.
Pues en la cuestión
del huevo, mi bisabuela se sintió como si el buen samaritano (diplomado en medicina
en su caso) hubiese pasado silboteando de largo del lugar en el que ella,
desprevenida viajera de la vida, yacía postrada a la hora de cenar, asaltada,
malherida y dada por muerta por ladrones facinerosos, probablemente socialistas.
Por consiguiente,
no puedo sino elogiar la postura de monseñor Cañizares en relación con el
independentismo. Yo no llegué a conocer en persona a mi bisabuela, pero absorbí
su leyenda. Y no me cabe duda de que habría dado su altísima aprobación a la santa
intransigencia del cardenal.