El acoso y el abuso
sexual van en la línea de unas estructuras de fondo que configuran una sociedad
crecientemente desigual. En tiempos, el estatus o el standing se exteriorizaban
mediante un nuevo modelo de automóvil o una vivienda en un barrio exclusivo; el
fundamento de todo ello era la envidia del familiar o el vecino menos
afortunado. Hoy, cuando la desigualdad ha crecido en proporciones geométricas,
la envidia ajena ya no genera la misma satisfacción de antes: ahora lo que se estila
es la humillación explícita del inferior. Y la humillación sexual es, entre todas las posibles
humillaciones, la que alcanza un estrato más profundo, más irremediable, más
duradero, en la subordinación y la sumisión de una persona a otra.
Es el juego propuesto
por Harvey Weinstein, o Kevin Spacey, a actrices/actores jóvenes con talento
(el talento es imprescindible, humillar a aspirantes a la fama adocenados
carece de morbo; si resultan sexualmente apetecibles, siempre se puede llegar
con ellos a una sencilla transacción comercial).
El modelo Weinstein
& Spacey consiste básicamente en: «Yo puedo ayudarte a dar un gran salto en
tu carrera; ahora bien, tú habrás de hacer algo por mí, a cambio.»
Ese “algo” no
implica en ningún caso una igualdad entre
ambas partes, sino precisamente lo contrario. En todos los éxitos posteriores
de una actriz prometedora en busca de consagración, Weinstein estará presente,
y detrás de su sonrisa complaciente ella leerá la afirmación tácita: “me la
has mamado”. Mientras que detrás de las palabras convencionales de
agradecimiento de la actriz, seguirá latente y renovada la humillación, la vergüenza
oculta: “se la he mamado.”
Weinstein &
Spacey son la punta del iceberg, personas de elite mediática que han
prescindido de la corrección política para dedicarse alegremente a la
depredación. Sabemos, de otro lado, la frecuencia y la consistencia de los
abusos sexuales en el terreno de las relaciones entre maestro o entrenador y
discípulo o aprendiz, en particular pero no únicamente en materias como la
educación física; entre superior e inferior jerárquico, en la relación laboral y también en instituciones de
estructuras muy verticales, como el ejército o la iglesia; en el ascendiente
espiritual de terapeutas o gurús en relación con las ovejas de su rebaño
particular. La humillación del débil parece ser un rito necesario para la
autocomplacencia de aquel que quiere ser reconocido universalmente como más
fuerte.
Es una más de esas
situaciones que solo podrán corregirse con el reconocimiento legislativo de
nuevos derechos individuales inalienables y con un impulso político muy fuerte y
unitario hacia la igualdad de las personas, la transparencia de los vínculos sociales
y el revestimiento de una nueva dignidad para los diferentes.
Las mujeres están
encabezando esta lucha ímproba, este trabajo de Sísifo. Los varones hemos de
respaldarlas con todas nuestras fuerzas. Este ha de ser el siglo de las
mujeres, si no queremos que sea el siglo del fin del mundo.