De nuevo estoy en
Atenas, lo que me supone un cierto alivio espiritual porque Grecia, a semejanza
de España, es un país cargado de problemas; pero, a diferencia de España, sus
ciudadanos saben bien a qué atenerse en relación con ellos.
Tropiezo esta
mañana en lavanguardia digital con unas declaraciones de Carles Puigdemont a
Henrique Cymerman, del Canal 1 israelí. Son declaraciones en las que el
legítimo/depuesto president de la Generalitat opina con extensión infrecuente, por
lo generosa, acerca de sí mismo. Ignoraba yo hasta el momento esta faceta de su
personalidad; mi impresión, probablemente errónea, era que había llegado al
puesto que ocupó y quién sabe si sigue ocupando, más o menos como Poncio Pilato
llegó al Credo; es decir, por atajos imprevisibles y aleatorios.
Pero en todo caso,
es indudable que se lo tiene creído. Según una expresión con la que el
sindicalista y filósofo italiano Riccardo Terzi (des)calificó hace algunos años
a Matteo Renzi, Puigdemont está «henchido de sí mismo, es decir de nada.»
En los resquicios que
se abren en ocasiones en su charla monotemática con el periodista israelí,
Puigdemont expresa también opiniones desinhibidas y chocantes sobre otros
asuntos. Por poner un ejemplo, califica a la Unión Europea de «club de países
decadentes, obsolescentes, en el que mandan unos pocos», y considera que habrá
que consultar al pueblo de Cataluña (país que, se supone, tiene la doble
condición de pujante e instalado en la modernidad) si desea o no seguir
perteneciendo a ese club trasnochado, que por otra parte se niega a admitirlo
como socio.
Si Cataluña, llegado
el caso, dijera No a Europa, se produciría un repudio recíproco y simétrico. En
tal caso los catalanes no habríamos pintado un color más en el mapa de Europa,
como deseaba la malograda Muriel Casals, sino que dejaríamos un espacio en
blanco, un hiato de siete millones de ciudadanos, considerablemente mayor que
los de Albania y de Kosovo, que son los otros ejemplos que se me ocurren; si
bien los nacionales de ambos países nunca han tenido la oportunidad de opinar
sobre la cuestión.
Todas estas cosas
me llevan a sospechar que Puigdemont, en los escasos momentos en que no es
exclusivamente de Puigdemont, es de Trump.
No hay nada intrínsecamente
malo en ello, mucha gente es de Trump, a veces incluso sin saberlo. Viktor
Orban, por ejemplo, el premier de Hungría; o Jaroslaw Kaczinski, el líder
polaco. Gente con cierta tendencia a considerar decadentes las ideas que han
conformado y dado cohesión al espacio común europeo a partir de la primacía de
los derechos de las personas sobre los de las mercancías.
Será bueno que el pueblo catalán sea consultado acerca de si quiere pertenecer a un club tan démodé, obviamente después de esa otra
consulta aún pendiente sobre si quiere o no formar parte
de España, ese otro club. Luego, ante la eventualidad de una doble respuesta
negativa, es decir ni España ni Europa, ya veríamos la forma de apañarnos en el
vacío absoluto. Quizá no se esté tan mal, allí.
Es un futuro
esplendente el que delinea para nosotros el ya no president pero potencialmente
futuro mandatario si, siguiendo un ejemplo ya clásico, consigue resucitar de
entre los muertos en las elecciones ilegítimas inminentes, después de pasar
tres días a pan y manteles en el sepulcro belga como consecuencia de la pasión
sufrida en la cruz del artículo 155.
Así pues, los
catalanes podríamos vernos convocados a decidir si queremos irnos simultánea o
sucesivamente de España y de Europa. Por fortuna, antes de hacerlo dispondremos
de un clavo ardiendo al que agarrarnos: habremos de votar si queremos o no a
Carles Puigdemont como president de la Generalitat.