Apenas es aún otra
cosa que una llamada de atención frente a la desigualdad rampante. En
Gotemburgo, Suecia, los gobernantes europeos han definido un “pilar” de nuevos
derechos sociales, con el vago compromiso de impulsarlos en todos los países,
así de la Unión Europea como de más allá del espacio institucional y jurídico
de la misma.
Todos los inicios
son pequeños, por mucho que se solemnicen. He leído en alguna parte que el
instrumento creado por la UE es un esfuerzo para poner coto al populismo. Me parece
un argumento de una lógica viciada. Sugiere que el mal original que se trata de
atajar no es la desigualdad en sí misma, sino el hecho de que la indignación
que provoca dé alas a los “populismos”, extraño cajón de sastre, cada vez más
utilizado para designar cada vez más realidades distintas.
Pero el origen de
esa desigualdad patológica no está en el populismo, sino en el comportamiento
salvaje de un capitalismo neoliberal, financiarizado y más rapaz que nunca.
El nuevo pilar de
derechos definidos por la UE no es aún más que un incentivo, un aliciente
institucional a dar forma terrenal a las vaguedades etéreas que se describen, y
plasmarlas en realidades concretas, país por país. El primer derecho que se trae
a cuento es el de una educación “de calidad”. Siguen otros, caracterizados de la
misma forma imprecisa: a la “igualdad de oportunidades”, a la “inclusión social”,
a un salario “justo, que permita condiciones de vida decentes”. Son
desiderátums, no aún derechos efectivos reivindicables: en cada uno de ellos se
puede recorrer una escala variable de situaciones entre el cero y el infinito.
Sin embargo es importante,
de momento, lo que se niega con una declaración de ese tipo. Se niega una
educación “sin” calidad, se niega la desigualdad de oportunidades, la exclusión
social, los salarios indecentes.
En el ámbito de los
derechos sociales y de ciudadanía, ningún concepto es unívoco, nada es decididamente
bueno o malo. Se hace necesario, entonces, que las partes sociales e
institucionales implicadas discutan los contenidos y evalúen los efectos de cada
norma, que se experimente colectivamente para ver a qué situaciones conduce, y que
se rectifique de común acuerdo en caso de advertirse un desvío entre la norma y
el objetivo pretendido. Determinadas iniciativas contienen una gran carga de ambivalencia.
La renta básica, por ejemplo, puede favorecer, según las condiciones que se
establezcan, la inclusión social, pero también lo contrario, si su función real
es la de compensar a los damnificados por una exclusión social reconocida y
ratificada. Sería el caso si se sustituye el derecho inalienable de toda
persona a un trabajo digno o decente, por el derecho vicario a una renta vitalicia
de subsistencia. De esta forma, la república de trabajadores definida en los
artículos primeros de algunas constituciones, degeneraría en un mero consorcio
de consumidores.
Lo decisivo de la nueva
definición ambigua de los derechos sociales va a ser la fuerza reivindicativa
con la que sean asumidos. Los gobiernos, incluido el español, han dado el primer
paso al reconocerlos “en la perspectiva” – no en el derecho positivo –, pero sus
efectos en la vida de las personas no existirán si no son incluidos, no de
forma genérica sino en lo concreto y en el detalle, en las plataformas
reivindicativas que preparen los partidos en sus programas electorales, y los sindicatos
en la concertación centralizada más la negociación en cascada en sectores y en
empresas.
Otro principio, bien
establecido en su formulación teórica pero desmentido luego en el trantrán de
lo cotidiano, debe entrar también a informar las plataformas políticas y
sindicales con la mayor urgencia: me refiero al desarrollo sostenible, a la
lucha por la conservación del planeta, contra el cambio climático, por las
energías renovables y contra la rapiña de las materias primas. La vieja
disyuntiva entre progreso y conservación ya no tiene sentido, cuando el “progreso”
se traduce por beneficio rápido para el accionista, y la conservación ha
ascendido en la escala de valores de la humanidad hasta situarse en primerísimo
plano, como una cuestión de vida o muerte (literalmente).
La ventana de
oportunidad en la que se encuentran al respecto tanto partidos políticos como sindicatos,
es que el trabajo ha mutado: la fábrica fordista, que tanta contaminación
generó paralelamente a tanta riqueza, es hoy chatarra obsoleta, y el despliegue
de las nuevas tecnologías en el ámbito de la producción y de los servicios
dibuja nuevas posibilidades de cooperación y de codeterminación en los
objetivos de una economía mucho menos centrada en la cantidad que en la calidad
del trabajo, y mucho más pendiente del cuidado exquisito en las formas de
producir, como premisa indispensable para que la humanidad tenga, en primer
lugar y ante todo, un futuro (porque incluso esto está cuestionado); y en
segundo, inmediato e imprescindible lugar, un futuro mejor para todos.