martes, 21 de noviembre de 2017

NUEVOS DERECHOS SOCIALES


Apenas es aún otra cosa que una llamada de atención frente a la desigualdad rampante. En Gotemburgo, Suecia, los gobernantes europeos han definido un “pilar” de nuevos derechos sociales, con el vago compromiso de impulsarlos en todos los países, así de la Unión Europea como de más allá del espacio institucional y jurídico de la misma.
Todos los inicios son pequeños, por mucho que se solemnicen. He leído en alguna parte que el instrumento creado por la UE es un esfuerzo para poner coto al populismo. Me parece un argumento de una lógica viciada. Sugiere que el mal original que se trata de atajar no es la desigualdad en sí misma, sino el hecho de que la indignación que provoca dé alas a los “populismos”, extraño cajón de sastre, cada vez más utilizado para designar cada vez más realidades distintas.
Pero el origen de esa desigualdad patológica no está en el populismo, sino en el comportamiento salvaje de un capitalismo neoliberal, financiarizado y más rapaz que nunca.
El nuevo pilar de derechos definidos por la UE no es aún más que un incentivo, un aliciente institucional a dar forma terrenal a las vaguedades etéreas que se describen, y plasmarlas en realidades concretas, país por país. El primer derecho que se trae a cuento es el de una educación “de calidad”. Siguen otros, caracterizados de la misma forma imprecisa: a la “igualdad de oportunidades”, a la “inclusión social”, a un salario “justo, que permita condiciones de vida decentes”. Son desiderátums, no aún derechos efectivos reivindicables: en cada uno de ellos se puede recorrer una escala variable de situaciones entre el cero y el infinito.
Sin embargo es importante, de momento, lo que se niega con una declaración de ese tipo. Se niega una educación “sin” calidad, se niega la desigualdad de oportunidades, la exclusión social, los salarios indecentes.
En el ámbito de los derechos sociales y de ciudadanía, ningún concepto es unívoco, nada es decididamente bueno o malo. Se hace necesario, entonces, que las partes sociales e institucionales implicadas discutan los contenidos y evalúen los efectos de cada norma, que se experimente colectivamente para ver a qué situaciones conduce, y que se rectifique de común acuerdo en caso de advertirse un desvío entre la norma y el objetivo pretendido. Determinadas iniciativas contienen una gran carga de ambivalencia. La renta básica, por ejemplo, puede favorecer, según las condiciones que se establezcan, la inclusión social, pero también lo contrario, si su función real es la de compensar a los damnificados por una exclusión social reconocida y ratificada. Sería el caso si se sustituye el derecho inalienable de toda persona a un trabajo digno o decente, por el derecho vicario a una renta vitalicia de subsistencia. De esta forma, la república de trabajadores definida en los artículos primeros de algunas constituciones, degeneraría en un mero consorcio de consumidores.
Lo decisivo de la nueva definición ambigua de los derechos sociales va a ser la fuerza reivindicativa con la que sean asumidos. Los gobiernos, incluido el español, han dado el primer paso al reconocerlos “en la perspectiva” – no en el derecho positivo –, pero sus efectos en la vida de las personas no existirán si no son incluidos, no de forma genérica sino en lo concreto y en el detalle, en las plataformas reivindicativas que preparen los partidos en sus programas electorales, y los sindicatos en la concertación centralizada más la negociación en cascada en sectores y en empresas.
Otro principio, bien establecido en su formulación teórica pero desmentido luego en el trantrán de lo cotidiano, debe entrar también a informar las plataformas políticas y sindicales con la mayor urgencia: me refiero al desarrollo sostenible, a la lucha por la conservación del planeta, contra el cambio climático, por las energías renovables y contra la rapiña de las materias primas. La vieja disyuntiva entre progreso y conservación ya no tiene sentido, cuando el “progreso” se traduce por beneficio rápido para el accionista, y la conservación ha ascendido en la escala de valores de la humanidad hasta situarse en primerísimo plano, como una cuestión de vida o muerte (literalmente).
La ventana de oportunidad en la que se encuentran al respecto tanto partidos políticos como sindicatos, es que el trabajo ha mutado: la fábrica fordista, que tanta contaminación generó paralelamente a tanta riqueza, es hoy chatarra obsoleta, y el despliegue de las nuevas tecnologías en el ámbito de la producción y de los servicios dibuja nuevas posibilidades de cooperación y de codeterminación en los objetivos de una economía mucho menos centrada en la cantidad que en la calidad del trabajo, y mucho más pendiente del cuidado exquisito en las formas de producir, como premisa indispensable para que la humanidad tenga, en primer lugar y ante todo, un futuro (porque incluso esto está cuestionado); y en segundo, inmediato e imprescindible lugar, un futuro mejor para todos.