miércoles, 22 de noviembre de 2017

RETOZANDO CON LA LENGUA


Dedicado a Pepe López, doctorado como yo mismo en lenguas romances por la universidad de la vida, y defensor a ultranza de la santaferinidad frente a los pescozones de la Puta Docta.

 

Advierto de entrada que este post no tiene nada que ver con caricias linguales ni con jugueteos sensuales de ningún tipo. Tanto “lengua” como “retozar” tienen varias acepciones distintas en castellano, y yo me refiero a la lengua codificada en los diccionarios y al retozar como travesear con cosas de enjundia que merecerían (o no) más respeto. 
He tenido una larga etapa de amancebamiento forzoso con el Diccionario de la RAE, debido a razones profesionales. No fuimos felices juntos, ni yo ni él. Desde mi jubilación, procuro someterme a una orden de alejamiento que, en verdad, nunca ha sido dictada por ningún juez, pero que no por ello es menos saludable para mi coleto.
Así estaban las cosas cuando he sido interpelado por dos veces, y en un lapso muy corto de tiempo, por dos amigos a los que respeto y estimo. Sepan si me leen (cosa que harán en todo caso a su costa y por su cuenta y riesgo) que lo que sigue no va contra ellos, sino contra una institución que ni limpia, ni fija ni da esplendor que se sepa, pero en cambio sí está exageradamente finchada de su propia prosopopeya.
En el primer caso al que me refiero, me llegó un aviso urgente: “cambia rápido esa automación que colocas en el título de tu traducción, por automatización, que es la palabra correcta.”
Lo hice sin rechistar, pero me dejó una herida en el alma. Traducía del inglés, donde emplean el término automation. Los franceses hacen lo mismo. Los italianos tienen la automazione. ¿Es un disparate utilizar “automación” en el mismo sentido que todos ellos? Y puestos a cortar un cabello en cuatro, operación que me encanta: ¿cómo debo referirme a la actividad que ejerzo al corregirme a mí mismo una expresión dudosa? Porque, según la Puta Docta, no me es permitido afirmar que he procedido a una automatización. Esa acepción, oh casualidad, no consta en su piojoso diccionario, a pesar de que son correctos la voz matización y el prefijo auto-.
La segunda advertencia, de otra persona amiga, me señala que debo decir subordinación en lugar de subalternidad. Sorpresa por mi parte. Voy a la comprobación y descubro que existen en el castellano académico fetén las voces subalterno, na, subalternar y subalternante, pero no en cambio subalternidad, como condición del o de lo subalterno. Pregunto: el error, ¿es mío o es de la Academia? Si resulta que Antonio Gramsci hizo entrar la subalternidad por la puerta grande en el campo de las ciencias sociales con un rango científico y una propiedad en la caracterización del vocablo muy superiores a las definiciones aguachinadas que leo en el Réprobo de la RAE, ¿debo yo, por obediencia a un ucase emitido por personas que jamás han leído a Gramsci – ni lo leerán, bien sea por pereza o por toma ideológica de partido –, utilizar subordinación en lugar del término que define y resume con mayor precisión lo que pretendo comunicar?
Los felices habitantes de Santa Fe de la Vega se llaman a sí mismos santaferinos, pero la Academia les niega el derecho colectivo al nombre con el argumento especioso de que “ferino” viene de “fiera” y no de “fe”.
¿Y qué? ¿No fue acaso lo bastante ferina la reina fundadora de Santa Fe, que renunció a cambiarse de bragas durante todo el asedio a Granada, y encima hizo ofrenda de tal cutrerío al Altísimo? La peste ferina de la reina Isabel precipitó en el abismo de la locura a su hija Juana, obligó a su Gran Capitán a refugiarse en Ceriñola, y envió a Colón en busca de un Nuevo Mundo para obviar el terrible olor. De su esposo el rey Fernando, se sabe que jamás compartía el tálamo con su legítima, sino que andaba enamoriscado de tres preciosas moriscas de Jaén, Aixa, Fátima y Marién. ¿Por qué no permite la Puta Docta que los santaferinos, orgullosos de su origen, se llamen como prefieren hacerlo?