martes, 29 de abril de 2014

CUÁL EUROPA (Y 2)

En la agenda de la construcción europea están, desde luego, las dos grandes cuestiones de la historia y la economía, pero sobre todo, dice Étienne Balibar en el artículo referenciado en un post anterior, un tercer problema que él define como «de legitimidad y de democracia.» Ocurre que la Unión se ha dotado de un sistema político mixto, con un federalismo imperfecto que aparece esbozado en la división entre unas instancias decisorias propiamente comunitarias y otras reservadas a los Estados miembros. El sistema nunca ha sido estable, debido a derechos de veto y otros mecanismos que permiten a cada una de las dos instancias «organizar su propia irresponsabilidad», en palabras de Balibar. Los problemas que resultan incómodos para un Estado miembro o para la comunidad en su conjunto se encarrilan sin demasiado ruido ni alharacas a una vía muerta. Esa es una de las razones de la inutilidad, por no llamarla ingenuidad, de la reivindicación contenida en algunas candidaturas catalanas a Europa, que reclaman de la Unión que se defina sobre el derecho a decidir. Lo cierto es que la Unión europea a) ni sabe, b) ni puede, y c) ni quiere, entrar en ese tipo de cuestiones “internas”.
Pero si el sistema político europeo era ya antes inestable, la crisis actual lo ha desestabilizado aún más al hacer surgir de su seno una instancia independiente del propio sistema representativo, el Banco central europeo (BCE), que funciona como un organismo prácticamente soberano que impone sanciones a los Estados miembros, dicta leyes y directrices, quita y pone gobiernos, y modifica mandatos constitucionales. Lo hace sin sujeción a ningún acuerdo formal previo, sin debate ni votación en los órganos de representación comunitarios. Sin legitimidad y sin democracia, por consiguiente.
Esa conducta del BCE ha sido justificada por una situación de emergencia económica motivada por la situación gravísima en que se encontraba la moneda común debido a la crisis financiera global; pero lo cierto es que ha inducido otra situación no menos grave para el funcionamiento democrático de las instituciones europeas. Y deja planteada una pesada incógnita para el futuro.
En efecto, si en tiempos Europa aparecía partida en dos por una divisoria ideológica entre Este y Oeste, ahora aparece con claridad una divisoria económica Norte-Sur. Y no parece del todo injustificada la sospecha de que en la floreciente Mitteleuropa alguien se está proponiendo, al socaire de la crisis y mediante el mecanismo de la gestión de las deudas soberanas, colonizar los países del Sur y mantener por tiempo indefinido en ellos una “reserva india” con el pesado yugo del equilibrio presupuestario al cuello, combinado con índices de desempleo altos, salarios bajos y privación de derechos sociales; todo lo cual alimentaría un crecimiento de la productividad sumamente beneficioso para las deslocalizaciones y las inversiones de capitales privados del Norte. No una Europa de dos velocidades, pues, sino una Europa intrínsecamente desigual, en la cual una brújula enloquecida señalaría el sur para los asalariados del Norte, y el norte para los poderosos del Sur.
No hace falta insistir mucho en la idea de que la prolongación de la actual “emergencia” interesa a determinadas instancias políticas: justo las que repiten cada día que estamos «en el buen camino» y todo se va a arreglar en el mejor de los mundos posibles. La legitimidad y la democracia son engorros fastidiosos para el mundo de las finanzas globalizadas, siempre más que dispuesto a dejarlas a un lado con la virtuosa finalidad práctica de acelerar la acumulación de capital. He aquí la primera opción para Europa que se nos presenta: todo lo que ocurre es lógico y normal, no hay que rectificar nada (de hecho, no hay alternativa) y el tiempo se encargará de curar las heridas.
La segunda Europa posible es la que se cierra en sí misma, la que se refugia en los mitos identitarios y expulsa de su seno a los forasteros y a los diferentes. Es la Europa del populismo y de la xenofobia. Su cara es fea, nadie se acoge a ella como primera opción («yo no soy racista, pero…» es quizá el inicio de frase más repetido en estos tiempos; sospechosamente demasiado repetido). En un entorno de lucha por la supervivencia y de desesperación, esa actitud puede hacer estragos entre los votantes. Los está haciendo.
Una tercera posibilidad es la de devolver la iniciativa a los Estados-nación. A partir de la constatación de que las instituciones comunitarias son inoperantes, la propuesta es recuperar la democracia a partir de los Estados como depositarios “naturales” de la soberanía popular. Más poder para los Estados, pues, y menos para la Unión, incluido el grano en el culo de los decretazos del BCE. Algunos proponen además el retorno a las monedas nacionales, puesto que el euro se ha convertido en una cadena pesada que nos mantiene a todos presos e inmovilizados. El euro es un objetivo demasiado vulnerable para los especuladores globales, se dice; sería preferible un sistema monetario internacional más flexible, combinado con un control democrático más riguroso de las inversiones especulativas. Europa como tal pasaría entonces a ser un ámbito político residual, activo sólo a partir de iniciativas propuestas y consensuadas desde los Estados-nación. Es lo que parece proponer un grupo de “economistas demócratas” cuyo portavoz es el francés Jacques Sapir.
Hay una cuarta posibilidad, y es la de retomar la vía de la construcción de una Europa común, una Europa de los pueblos si se quiere utilizar una imagen ya instalada entre nosotros (Balibar propone como alternativa una “Europa del pueblo”, en singular). Es un camino difícil porque exige movilizaciones, y hasta ahora no ha habido grandes movilizaciones por Europa. Requiere en primer lugar la construcción jurídica de un ámbito político comunitario plenamente democrático que resuelva el problema de la legitimación. Habrá que luchar por ello; demasiados intereses creados se conjuran en su contra. Y ese será sólo el primer paso. Hará falta después continuar la ofensiva hasta situar en el corazón de Europa el conflicto social: el trabajo, las condiciones y las garantías del trabajo, los derechos de ciudadanía, la movilidad interna, el trato a los inmigrantes. Tantas cosas. Superar el desfase que existe entre un capital ya plenamente transnacional y un trabajo reducido a los límites estrechos de las legislaciones nacionales. Será necesario llevar a cabo una globalización también del trabajo y sus circunstancias; y los sindicatos habrán necesariamente de dejar de ser “provincianos” (excuso el calificativo; es de Balibar). Y quizás todo eso no baste y haga falta aun algo más: que los movimientos sociales, los “indignados”, se internacionalicen, se organicen para llevar sus reivindicaciones a un ámbito superior de protesta y de propuesta. Sólo en el conflicto y en la protesta, dice Balibar, podrá vivir una Unión Europea democrática. La contra-democracia deberá ayudar en este trance a la democracia.
Todo este complejo de problemas es lo que va a empezar a decidirse para nosotros el próximo 25 de mayo. No serán unas “primarias” que proporcionen un sondeo fiable para lo importante, para las generales. Lo cierto es que la importancia de las generales palidece ante lo que está en juego en Europa. Resulta por ello irrisoria la cifra prevista de participación del 43%. ¿Van a ser capaces las candidaturas presentes de movilizar al electorado con algo distinto de una carta a los reyes magos?