En
la agenda de la construcción europea están, desde luego, las dos grandes
cuestiones de la historia y la economía, pero sobre todo, dice Étienne Balibar
en el artículo referenciado en un post anterior, un tercer problema que él
define como «de legitimidad y de democracia.» Ocurre que la Unión se ha dotado de un
sistema político mixto, con un federalismo imperfecto que aparece esbozado en
la división entre unas instancias decisorias propiamente comunitarias y otras
reservadas a los Estados miembros. El sistema nunca ha sido estable, debido a
derechos de veto y otros mecanismos que permiten a cada una de las dos
instancias «organizar su propia irresponsabilidad», en palabras de Balibar. Los
problemas que resultan incómodos para un Estado miembro o para la comunidad en
su conjunto se encarrilan sin demasiado ruido ni alharacas a una vía muerta.
Esa es una de las razones de la inutilidad, por no llamarla ingenuidad, de la
reivindicación contenida en algunas candidaturas catalanas a Europa, que
reclaman de la Unión
que se defina sobre el derecho a decidir. Lo cierto es que la Unión europea a) ni sabe, b)
ni puede, y c) ni quiere, entrar en ese tipo de cuestiones “internas”.
Pero
si el sistema político europeo era ya antes inestable, la crisis actual lo ha
desestabilizado aún más al hacer surgir de su seno una instancia independiente
del propio sistema representativo, el Banco central europeo (BCE), que funciona
como un organismo prácticamente soberano que impone sanciones a los Estados
miembros, dicta leyes y directrices, quita y pone gobiernos, y modifica
mandatos constitucionales. Lo hace sin sujeción a ningún acuerdo formal previo,
sin debate ni votación en los órganos de representación comunitarios. Sin
legitimidad y sin democracia, por consiguiente.
Esa
conducta del BCE ha sido justificada por una situación de emergencia económica
motivada por la situación gravísima en que se encontraba la moneda común debido
a la crisis financiera global; pero lo cierto es que ha inducido otra situación
no menos grave para el funcionamiento democrático de las instituciones
europeas. Y deja planteada una pesada incógnita para el futuro.
En
efecto, si en tiempos Europa aparecía partida en dos por una divisoria
ideológica entre Este y Oeste, ahora aparece con claridad una divisoria
económica Norte-Sur. Y no parece del todo injustificada la sospecha de que en
la floreciente Mitteleuropa alguien se está proponiendo, al socaire de la
crisis y mediante el mecanismo de la gestión de las deudas soberanas, colonizar
los países del Sur y mantener por tiempo indefinido en ellos una “reserva
india” con el pesado yugo del equilibrio presupuestario al cuello, combinado
con índices de desempleo altos, salarios bajos y privación de derechos
sociales; todo lo cual alimentaría un crecimiento de la productividad sumamente
beneficioso para las deslocalizaciones y las inversiones de capitales privados
del Norte. No una Europa de dos velocidades, pues, sino una Europa
intrínsecamente desigual, en la cual una brújula enloquecida señalaría el sur
para los asalariados del Norte, y el norte para los poderosos del Sur.
No
hace falta insistir mucho en la idea de que la prolongación de la actual
“emergencia” interesa a determinadas instancias políticas: justo las que
repiten cada día que estamos «en el buen camino» y todo se va a arreglar en el
mejor de los mundos posibles. La legitimidad y la democracia son engorros
fastidiosos para el mundo de las finanzas globalizadas, siempre más que
dispuesto a dejarlas a un lado con la virtuosa finalidad práctica de acelerar
la acumulación de capital. He aquí la primera opción para Europa que se nos
presenta: todo lo que ocurre es lógico y normal, no hay que rectificar nada (de
hecho, no hay alternativa) y el tiempo se encargará de curar las heridas.
La segunda
Europa posible es la que se cierra en sí misma, la que se refugia en los mitos
identitarios y expulsa de su seno a los forasteros y a los diferentes. Es la Europa del populismo y de
la xenofobia. Su cara es fea, nadie se acoge a ella como primera opción («yo no
soy racista, pero…» es quizá el inicio de frase más repetido en estos tiempos;
sospechosamente demasiado repetido). En un entorno de lucha por la
supervivencia y de desesperación, esa actitud puede hacer estragos entre los
votantes. Los está haciendo.
Una
tercera posibilidad es la de devolver la iniciativa a los Estados-nación. A
partir de la constatación de que las instituciones comunitarias son
inoperantes, la propuesta es recuperar la democracia a partir de los Estados
como depositarios “naturales” de la soberanía popular. Más poder para los
Estados, pues, y menos para la
Unión , incluido el grano en el culo de los decretazos del
BCE. Algunos proponen además el retorno a las monedas nacionales, puesto que el
euro se ha convertido en una cadena pesada que nos mantiene a todos presos e
inmovilizados. El euro es un objetivo demasiado vulnerable para los
especuladores globales, se dice; sería preferible un sistema monetario
internacional más flexible, combinado con un control democrático más riguroso
de las inversiones especulativas. Europa como tal pasaría entonces a ser un
ámbito político residual, activo sólo a partir de iniciativas propuestas y
consensuadas desde los Estados-nación. Es lo que parece proponer un grupo de
“economistas demócratas” cuyo portavoz es el francés Jacques Sapir.
Hay
una cuarta posibilidad, y es la de retomar la vía de la construcción de una
Europa común, una Europa de los pueblos si se quiere utilizar una imagen ya
instalada entre nosotros (Balibar propone como alternativa una “Europa del
pueblo”, en singular). Es un camino difícil porque exige movilizaciones, y
hasta ahora no ha habido grandes movilizaciones por Europa. Requiere en primer
lugar la construcción jurídica de un ámbito político comunitario plenamente
democrático que resuelva el problema de la legitimación. Habrá que luchar por
ello; demasiados intereses creados se conjuran en su contra. Y ese será sólo el
primer paso. Hará falta después continuar la ofensiva hasta situar en el
corazón de Europa el conflicto social: el trabajo, las condiciones y las
garantías del trabajo, los derechos de ciudadanía, la movilidad interna, el
trato a los inmigrantes. Tantas cosas. Superar el desfase que existe entre un
capital ya plenamente transnacional y un trabajo reducido a los límites
estrechos de las legislaciones nacionales. Será necesario llevar a cabo una
globalización también del trabajo y sus circunstancias; y los sindicatos habrán
necesariamente de dejar de ser “provincianos” (excuso el calificativo; es de
Balibar). Y quizás todo eso no baste y haga falta aun algo más: que los
movimientos sociales, los “indignados”, se internacionalicen, se organicen para
llevar sus reivindicaciones a un ámbito superior de protesta y de propuesta.
Sólo en el conflicto y en la protesta, dice Balibar, podrá vivir una Unión
Europea democrática. La contra-democracia deberá ayudar en este trance a la
democracia.
Todo
este complejo de problemas es lo que va a empezar a decidirse para nosotros el
próximo 25 de mayo. No serán unas “primarias” que proporcionen un sondeo fiable
para lo importante, para las generales. Lo cierto es que la importancia de las
generales palidece ante lo que está en juego en Europa. Resulta por ello
irrisoria la cifra prevista de participación del 43%. ¿Van a ser capaces las
candidaturas presentes de movilizar al electorado con algo distinto de una
carta a los reyes magos?