Un artículo reciente sobre el futuro
de Europa, del sociólogo Ulrich Beck, me ha resultado cargado de sugerencias.
Su punto de partida es la siguiente afirmación de Alain Finkielkraut: «Europa
no puede construirse sin las naciones, ni contra las naciones.» ¿Y por qué no?,
se pregunta Beck. ¿No es así, precisamente, como haría falta construirla?
«Abrid bien los ojos y veréis que no sólo Europa sino el mundo entero se
encuentra en una transición en la que han dejado de ser reales y operativas las
fronteras en las que Europa se piensa políticamente a sí misma.»
El Viejo Continente se encuentra hoy
sumido en una crisis que, más allá de la situación de la economía, es una
crisis mental, dice Beck, y hace suya una frase terrible de Albert Camus: «El
secreto de Europa es que ya no ama la vida.» Lo que está en medio en esta
situación, lo que estorba, son justamente las fronteras, las identidades
basadas en lenguas diferenciadas, las barreras que los Estados-nación ponen a
la difusión y el desarrollo de un modo de vida y una cultura comunes y
comunitarios. Dante, Cervantes, Shakespeare, Mozart, Goethe…, ellos son la
verdadera identidad europea. Y en referencia a la actual crisis política de
Ucrania, apunta Beck: «No se puede proyectar el pasado de las naciones sobre el
futuro de Europa, sin destruir irremediablemente el futuro de Europa.»
Para hacer frente a los males de la
globalización, es decir a la pobreza creciente y la marginación, a las
desigualdades extremas, a la guerra y la violencia, al desarrollismo a toda
costa y su consecuencia indeseable que es el cambio climático, Europa necesita
una visión global. Debe pensar más allá de las fronteras de los Estados,
obligar a cooperar a los enemigos, y tener en cuenta no sólo el estado actual
de las cosas sino a las generaciones futuras que van a heredar el mundo que
nosotros les dejaremos.
Beck, alemán, encuentra en la cultura
de la región mediterránea la “última utopía” aún subsistente, y el ideal de
vida, de “buena vida”, que podría unir a todos los europeos en una tarea común.
Cita a Goethe y su nostalgia por «el país donde florece el limonero», y se
regodea al señalar cuánto mejor nos irían las cosas si el presidente Putin y la
cancillera Merkel distrajeran sus ocios en una partida de petanca. Su escapada
lírica deja, evidentemente, un flanco abierto al sarcasmo, y en efecto un
lector de Le Monde(1),
marsellés por más señas, abomina de tales clichés y responde que hoy los
jugadores de petanca votan al Frente Nacional y que el limonero está enterrado
bajo el cemento «depuis belle
lurette», desde los tiempos
de Maricastaña como quien dice.
Pues bien, si el limonero está
sepultado, es tiempo de replantarlo, para poder soñar una vida mejor a su
sombra, perfumados por el aroma de sus flores. Necesitamos reconstruir (o
construir de nueva planta) una auténtica comunidad europea: descentralizada,
confederalizada, convivencial, culta, tolerante, respetuosa con la naturaleza
interna y externa, acogedora para los que llegan de fuera. Y el primer presupuesto
de esa Europa en perspectiva, dice Beck, debería ser «la hibernación de la
nostalgia étnico-nacional en todas sus formas.»
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(1) “Mediterranée,
tristes utopiques…”, por
Boris Grésillon. Mi agradecimiento a Javier Aristu, que me ha proporcionado
tanto este artículo de Le
Monde, como el de Beck,
aparecido en La Repubblica.