jueves, 17 de abril de 2014

EL LIMONERO BAJO EL CEMENTO

Un artículo reciente sobre el futuro de Europa, del sociólogo Ulrich Beck, me ha resultado cargado de sugerencias. Su punto de partida es la siguiente afirmación de Alain Finkielkraut: «Europa no puede construirse sin las naciones, ni contra las naciones.» ¿Y por qué no?, se pregunta Beck. ¿No es así, precisamente, como haría falta construirla? «Abrid bien los ojos y veréis que no sólo Europa sino el mundo entero se encuentra en una transición en la que han dejado de ser reales y operativas las fronteras en las que Europa se piensa políticamente a sí misma.»
El Viejo Continente se encuentra hoy sumido en una crisis que, más allá de la situación de la economía, es una crisis mental, dice Beck, y hace suya una frase terrible de Albert Camus: «El secreto de Europa es que ya no ama la vida.» Lo que está en medio en esta situación, lo que estorba, son justamente las fronteras, las identidades basadas en lenguas diferenciadas, las barreras que los Estados-nación ponen a la difusión y el desarrollo de un modo de vida y una cultura comunes y comunitarios. Dante, Cervantes, Shakespeare, Mozart, Goethe…, ellos son la verdadera identidad europea. Y en referencia a la actual crisis política de Ucrania, apunta Beck: «No se puede proyectar el pasado de las naciones sobre el futuro de Europa, sin destruir irremediablemente el futuro de Europa.»
Para hacer frente a los males de la globalización, es decir a la pobreza creciente y la marginación, a las desigualdades extremas, a la guerra y la violencia, al desarrollismo a toda costa y su consecuencia indeseable que es el cambio climático, Europa necesita una visión global. Debe pensar más allá de las fronteras de los Estados, obligar a cooperar a los enemigos, y tener en cuenta no sólo el estado actual de las cosas sino a las generaciones futuras que van a heredar el mundo que nosotros les dejaremos.
Beck, alemán, encuentra en la cultura de la región mediterránea la “última utopía” aún subsistente, y el ideal de vida, de “buena vida”, que podría unir a todos los europeos en una tarea común. Cita a Goethe y su nostalgia por «el país donde florece el limonero», y se regodea al señalar cuánto mejor nos irían las cosas si el presidente Putin y la cancillera Merkel distrajeran sus ocios en una partida de petanca. Su escapada lírica deja, evidentemente, un flanco abierto al sarcasmo, y en efecto un lector de Le Monde(1), marsellés por más señas, abomina de tales clichés y responde que hoy los jugadores de petanca votan al Frente Nacional y que el limonero está enterrado bajo el cemento «depuis belle lurette», desde los tiempos de Maricastaña como quien dice.
Pues bien, si el limonero está sepultado, es tiempo de replantarlo, para poder soñar una vida mejor a su sombra, perfumados por el aroma de sus flores. Necesitamos reconstruir (o construir de nueva planta) una auténtica comunidad europea: descentralizada, confederalizada, convivencial, culta, tolerante, respetuosa con la naturaleza interna y externa, acogedora para los que llegan de fuera. Y el primer presupuesto de esa Europa en perspectiva, dice Beck, debería ser «la hibernación de la nostalgia étnico-nacional en todas sus formas.»
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(1) “Mediterranée, tristes utopiques…”, por Boris Grésillon. Mi agradecimiento a Javier Aristu, que me ha proporcionado tanto este artículo de Le Monde, como el de Beck, aparecido en La Repubblica.