Como
norma de vida y de conducta
Hemos
llegado, después de un doble rodeo, al tercer panel de este tríptico sobre la
sumisión. Es además el punto preciso en el que se inició el recorrido, al
producirse la explosión en mi memoria de una pequeña espoleta agazapada en el
libro que estoy leyendo. El libro es “Herejes” de Leonardo Padura, Tusquets,
Barcelona 2013 (prestado por José Luis López Bulla, con quien mantengo un
fructífero intercambio de munición lectora). El párrafo que desencadenó el
estallido es el siguiente (pág. 79):
«…
en toda la historia judía, el punto más lamentable, con el cual jamás podría
ponerse de acuerdo, estaba relacionado con lo que él consideraba un profundo
sentido de la obediencia, que muchas veces había derivado en la aceptación de
la sumisión como estrategia de supervivencia. Hablaba (…) de aquellos episodios
ocurridos durante el Holocausto, en los que tantos judíos asumieron como
inapelable su suerte por considerarla una maldición divina o una decisión
celestial. No podía concebir que, ya decretado su destino, muchos de ellos
incluso colaboraran con sus verdugos, o se prepararan casi con parsimonia para
recibir el castigo; que fueran por sus propios pies, sin intentar el menor
gesto de rebeldía, hacia los fosos donde serían ejecutados; que abordaran los
trenes en donde morirían de hambre y disentería, se organizaran para vivir en
los campos en los cuales resultarían gaseados. Y hablaba del modo en que la
esperanza de sobrevivir contribuía a la sumisión. La combinación de los poderes
totalitarios de Dios y de un Estado habían aplastado la voluntad de miles de
personas, potenciado su sumisión y apagado, incluso, el ansia de libertad, que
era, para él, la condición esencial del ser humano. Muchas personas, millones,
habían aceptado su suerte como un mandato divino…»
He
hablado antes (ver Sumisión
II, más abajo en este blog) de
la sumisión como estrategia de supervivencia, y he considerado desde ese punto
de vista la sumisión de las mujeres como respuesta, diversa o matizada, a un
mecanismo que les es impuesto desde fuera. Aunque es cierto también que muchas,
o algunas, mujeres interiorizan ese mecanismo y extraen de su sumisión un
ámbito de conformidad consigo mismas e incluso de libertad íntima. En mi opinión,
la condición del pueblo judío se aproxima a este último supuesto: la suya es
una sumisión aprendida desde la escuela rabínica, aceptada e interiorizada
colectivamente. No es una estrategia de supervivencia – resulta difícil
defender esa tesis a partir de los números del Holocausto histórico –, sino la
sublimación de un “destino manifiesto”. (Utilizo aquí a conciencia una
expresión favorita del otro pueblo que se considera a sí mismo instrumento en
el mundo de un plan divino, el de los Estados Unidos de América.)
Alguien
ha dicho que los pueblos felices no tienen historia. En la medida en que esa
afirmación sea cierta, ningún pueblo puede ser más infeliz que el judío,
cargado como está de una historia incomparable con la de ninguna otra
colectividad, y de un monumento fundacional abrumador, la Biblia veterotestamentaria,
poseedora en sí misma de una capacidad más que sobrada para aplastar entre sus
polvorientas páginas la rebeldía más contumaz. A ese doble problema mayúsculo
se añade, en mi opinión, aun un tercero sobreañadido: que los judíos se creen su Biblia al pie de la letra. Los
cristianos nunca lo han hecho, siempre han tomado los dos testamentos a
beneficio de inventario. La madre iglesia ha dado a través de sus doctores y
sus jerarquías instrucciones detalladas sobre cómo interpretar en un sentido
tranquilizador cualquier pasaje dudoso, verbigracia el del camello y el ojo de
la aguja. La iglesia siempre ha “defendido de los evangelios” a su grey, como
se comenta con alivio entre el beaterio de Santa Fe de la Vega , y también en otros
muchos lugares de todas las geografías. Pero el pueblo judío, que niega la Cruz , carga desde los siglos
de los siglos con la cruz terrible de ser el “pueblo elegido” por Jehová, la
materia dócil y maleable de la que su dios se sirve para llevar a cabo un plan
previsto desde la eternidad sobre el mundo.
El
problema de fondo es que esa “elección” divina ha implicado siempre para los
judíos una separación de los gentiles, una normativa complicada sobre lo puro y
lo impuro, y un rechazo de la vida en común tal y como comúnmente es vivida.
Los judíos – como pueblo – se han recluido en sí mismos allá donde han ido a
partir del hecho histórico del derrumbe de su reino y de la diáspora de sus
tribus. Esa separación voluntaria ha sido ratificada en no pocas ocasiones en
la historia con su reclusión forzada en guetos, y castigada puntualmente con
matanzas y pogromos de una dureza y un salvajismo mayúsculos. Lo aceptan. Saben
que es su dios, por la mano interpuesta de los gentiles, quien les castiga,
porque es un dios terrible y arbitrario, y asumen sumisos todos esos castigos
con la esperanza, no de la supervivencia, sino de la redención última, de su
colocación en el día del juicio final por encima del resto de las naciones. El sacrificio
es algo incluido en esa concepción del mundo, un concepto ritual incluso, desde
la historia de Abraham e Isaac. En el balance de pérdidas y ganancias que va
inscribiéndose día a día en el libro mayor de la religión judía, el sacrificio
es una partida más del debe, prevista desde siempre y amortizada a todos los
efectos por los beneficios futuros que esperan recibir por su fidelidad a la Ley. La muerte individual
es compensada así por el premio incomparable de la vida eterna de la comunidad.
Esa
es, en cualquier caso, la interpretación que se me ocurre sobre la sumisión del
pueblo judío a su destino. Con permiso del admirable Leonardo Padura.