miércoles, 9 de abril de 2014

SOBRE LA SUMISIÓN (y III)

Como norma de vida y de conducta

Hemos llegado, después de un doble rodeo, al tercer panel de este tríptico sobre la sumisión. Es además el punto preciso en el que se inició el recorrido, al producirse la explosión en mi memoria de una pequeña espoleta agazapada en el libro que estoy leyendo. El libro es “Herejes” de Leonardo Padura, Tusquets, Barcelona 2013 (prestado por José Luis López Bulla, con quien mantengo un fructífero intercambio de munición lectora). El párrafo que desencadenó el estallido es el siguiente (pág. 79):

«… en toda la historia judía, el punto más lamentable, con el cual jamás podría ponerse de acuerdo, estaba relacionado con lo que él consideraba un profundo sentido de la obediencia, que muchas veces había derivado en la aceptación de la sumisión como estrategia de supervivencia. Hablaba (…) de aquellos episodios ocurridos durante el Holocausto, en los que tantos judíos asumieron como inapelable su suerte por considerarla una maldición divina o una decisión celestial. No podía concebir que, ya decretado su destino, muchos de ellos incluso colaboraran con sus verdugos, o se prepararan casi con parsimonia para recibir el castigo; que fueran por sus propios pies, sin intentar el menor gesto de rebeldía, hacia los fosos donde serían ejecutados; que abordaran los trenes en donde morirían de hambre y disentería, se organizaran para vivir en los campos en los cuales resultarían gaseados. Y hablaba del modo en que la esperanza de sobrevivir contribuía a la sumisión. La combinación de los poderes totalitarios de Dios y de un Estado habían aplastado la voluntad de miles de personas, potenciado su sumisión y apagado, incluso, el ansia de libertad, que era, para él, la condición esencial del ser humano. Muchas personas, millones, habían aceptado su suerte como un mandato divino…»

He hablado antes (ver Sumisión II, más abajo en este blog) de la sumisión como estrategia de supervivencia, y he considerado desde ese punto de vista la sumisión de las mujeres como respuesta, diversa o matizada, a un mecanismo que les es impuesto desde fuera. Aunque es cierto también que muchas, o algunas, mujeres interiorizan ese mecanismo y extraen de su sumisión un ámbito de conformidad consigo mismas e incluso de libertad íntima. En mi opinión, la condición del pueblo judío se aproxima a este último supuesto: la suya es una sumisión aprendida desde la escuela rabínica, aceptada e interiorizada colectivamente. No es una estrategia de supervivencia – resulta difícil defender esa tesis a partir de los números del Holocausto histórico –, sino la sublimación de un “destino manifiesto”. (Utilizo aquí a conciencia una expresión favorita del otro pueblo que se considera a sí mismo instrumento en el mundo de un plan divino, el de los Estados Unidos de América.)

Alguien ha dicho que los pueblos felices no tienen historia. En la medida en que esa afirmación sea cierta, ningún pueblo puede ser más infeliz que el judío, cargado como está de una historia incomparable con la de ninguna otra colectividad, y de un monumento fundacional abrumador, la Biblia veterotestamentaria, poseedora en sí misma de una capacidad más que sobrada para aplastar entre sus polvorientas páginas la rebeldía más contumaz. A ese doble problema mayúsculo se añade, en mi opinión, aun un tercero sobreañadido: que los judíos se creen su Biblia al pie de la letra. Los cristianos nunca lo han hecho, siempre han tomado los dos testamentos a beneficio de inventario. La madre iglesia ha dado a través de sus doctores y sus jerarquías instrucciones detalladas sobre cómo interpretar en un sentido tranquilizador cualquier pasaje dudoso, verbigracia el del camello y el ojo de la aguja. La iglesia siempre ha “defendido de los evangelios” a su grey, como se comenta con alivio entre el beaterio de Santa Fe de la Vega, y también en otros muchos lugares de todas las geografías. Pero el pueblo judío, que niega la Cruz, carga desde los siglos de los siglos con la cruz terrible de ser el “pueblo elegido” por Jehová, la materia dócil y maleable de la que su dios se sirve para llevar a cabo un plan previsto desde la eternidad sobre el mundo.

El problema de fondo es que esa “elección” divina ha implicado siempre para los judíos una separación de los gentiles, una normativa complicada sobre lo puro y lo impuro, y un rechazo de la vida en común tal y como comúnmente es vivida. Los judíos – como pueblo – se han recluido en sí mismos allá donde han ido a partir del hecho histórico del derrumbe de su reino y de la diáspora de sus tribus. Esa separación voluntaria ha sido ratificada en no pocas ocasiones en la historia con su reclusión forzada en guetos, y castigada puntualmente con matanzas y pogromos de una dureza y un salvajismo mayúsculos. Lo aceptan. Saben que es su dios, por la mano interpuesta de los gentiles, quien les castiga, porque es un dios terrible y arbitrario, y asumen sumisos todos esos castigos con la esperanza, no de la supervivencia, sino de la redención última, de su colocación en el día del juicio final por encima del resto de las naciones. El sacrificio es algo incluido en esa concepción del mundo, un concepto ritual incluso, desde la historia de Abraham e Isaac. En el balance de pérdidas y ganancias que va inscribiéndose día a día en el libro mayor de la religión judía, el sacrificio es una partida más del debe, prevista desde siempre y amortizada a todos los efectos por los beneficios futuros que esperan recibir por su fidelidad a la Ley. La muerte individual es compensada así por el premio incomparable de la vida eterna de la comunidad.


Esa es, en cualquier caso, la interpretación que se me ocurre sobre la sumisión del pueblo judío a su destino. Con permiso del admirable Leonardo Padura.