Quizá como compensación por mi desconfianza hacia una Patria con
mayúscula, sagrada, he desarrollado un cariño particular hacia las patrias
chicas, laicas y de adopción. Una de mis preferidas es desde hace muchos años
el Empordanet. Es una tierra amable (riallera, la definió el poeta Joan Maragall), de
perfiles suaves, surcada por el bajo Ter y cerrada del lado del mar por el
macizo del Montgrí, el espolón del Estartit y la silueta inconfundible de las
illes Medes. Aquí han pasado o pasan muchas horas de sus vidas amigos ilustres
como Carles Navales en Colomers, Manolo Vázquez Montalbán en Cruïlles, Jaime
Gil de Biedma en Ultramort o Pasqual Maragall en Rupià, sin olvidar al abogado
Rafael Senra “El Sevi”, en Fonolleres.
En estos inicios de la primavera el color que predomina en los
bosques y los prados es un verde nuevo y brillante, y en los márgenes de los
campos de cultivo se arraciman las amapolas. Carmen y yo hemos subido a pasar
allí este jueves santo – que quedará marcado en la historia por la muerte de
Gabriel García Márquez –, y aprovechado el buen tiempo para revisitar uno de
nuestros “monumentos” particulares en la zona, la iglesia de Sant Romanç de
Sidillà, situada en una zona boscosa próxima a la orilla derecha del río Ter,
entre Sant Llorenç de les Arenes y Foixà. Sant Llorenç fue en tiempos una
encomienda de la orden del Hospital, y aún siguen bien visibles en la iglesia
parroquial y en la modesta pero antigua casa de la encomienda las cruces de
ocho puntas o “patadas”, emblemáticas de la orden. Por lo demás es un núcleo de
población muy modesto, aunque situado en un entorno rico en historia y en
memoria.
Estas tierras sufrieron hace unos meses un incendio devastador,
atizado por la furia de la tramontana. Las llamas llegaron muy cerca de los
muros de la iglesia de Sant Romanç; sin embargo, no la alcanzaron. Sería
exagerado afirmar que sigue “intacta”, tratándose como se trata de una ruina
mal apuntalada; pero mantiene lo que los cirujanos llamarían sus “constantes
vitales”.
Esta es su historia. El nombre de Sidillà parece ser una
corrupción local de “Sicilià” o “Ciziliano”, grafía que aparece en los
documentos más antiguos relacionados con el lugar. Algún italiano (¿marinero en
tierra, tal vez?) debió de instalarse en una época no del todo precisada,
anterior al siglo X en todo caso. En cuanto al nombre de Sant Romanç, parece
provenir del plural Sants Romans (Santos Romanes o Romanos), sin que se sepa a
ciencia cierta a qué circunstancia del santoral responde la advocación. La
iglesia fue el centro de un pequeño núcleo rural desde los primeros siglos de
la edad media; se han encontrado en su entorno cerámicas bajorromanas y
altomedievales, y huesos indicativos de que pudo haber allí una necrópolis. La
fábrica del edificio tal y como subsiste corresponde al siglo XI, aunque
algunas partes del mismo podrían remontarse hasta el VI.
A finales del XIII, los condes de Empúries, hartos de que los
acarreos del Ter cegaran el puerto de Torroella, desviaron el curso bajo del
río de forma que desembocara más al sur. El desvío cambió toda la morfología de
la zona. Para contrariedad de los condes el nuevo delta dejó el puerto de
Torroella sin mar, mientras que en la ribera derecha del río, por la banda de
la adecuadamente llamada Sant Llorenç de les Arenes, se acumularon dunas
móviles cada vez mayores de arenas y gravas depositadas en ese punto por el
río.
Los embates de la tramontana hicieron el resto: las dunas se
desplazaron inexorables hacia el sur, arruinaron los cultivos de Sidillà y
obligaron a sus habitantes a abandonar tierras y hogares. Las arenas lo
sepultaron todo.
Muchos siglos después, los embalses y las represas del Ter
volvieron a cambiar el paisaje. Los aportes fluviales se redujeron y las dunas
se fijaron con pinos y matorral. Aún hoy, el tacto al pisar la tierra es blando
y poroso.
En 1973, la máquina de una compañía extractora de gravas chocó
con algo duro, que de pronto cedió y se hundió. Se había abierto un boquete en
la bóveda sepultada de Sant Romanç. El lugar fue, varios años después, desenterrado
y limpiado por voluntarios, sin arreglo a ningún programa arquitectónico ni
arqueológico; y también se apuntaló de forma precaria la bóveda desfalleciente.
En el verano de 2010, en una batida conjunta hecha con Conxa Masià, prima de
Carmen, y su marido Narcís, descubrimos por fin la iglesia, muy escondida entre
pinos y matorrales, que habíamos estado buscando a partir de informaciones poco
precisas aparecidas en publicaciones comarcales. Ahora, después del incendio,
el edificio resulta bastante más visible: se ha talado la zona más próxima y
creado un espacio de unos 15
metros a su alrededor para prevenir riesgos futuros.
No es un gran
monumento; apenas un espacio murado mal cubierto por una bóveda agujereada. No
justifica grandes inversiones para su rescate, sólo reclama un poco de cariño
por tratarse, a fin de cuentas, del testimonio de un pasado que nos pertenece.
Memoria histórica, por más que sea en cantidades infinitesimales.