Como estrategia de supervivencia
He sido un adicto a las historias de Alice Munro desde el primer
volumen de cuentos suyos que leí. Me llevé una alegría cuando el comité del
Nobel le otorgó, el año pasado, el premio gordo de la literatura. Algunos
críticos lamentaron que no se hubiera premiado a Philip Roth o a Haruki
Murakami que, según ellos, tenían méritos más consistentes. Yo soporto con
dificultad a Roth y Murakami sí me gusta, pero Munro me atrapa sin remedio
desde el arranque mismo de una cualquiera de sus “historias de mujeres” (¿es
ese su defecto o su minusvalía, para los críticos literarios varones?) intensas
y penetrantes, que ella desarrolla en una cuarentena de páginas capaces de
contener un universo.
Al hilo de la concesión del Nobel, un periodista le preguntó si
se había propuesto de forma consciente a lo largo de su carrera hacer un tipo
de literatura feminista, y ella contestó: «Cuando empecé a escribir ni siquiera
conocía el significado de esa palabra. ¡Pero claro que fui feminista!»
Las mujeres de las historias de Alice Munro no son sumisas.
Ninguna de ellas, creo, se habría dejado arrebatar una moneda sin pelear, como
le ocurrió al niño del cuento del señor Keuner (ver más abajo, el post Sumisión
I). Pero sí tienen una
conciencia aguda de las características del mundo en que viven y de los
handicaps y las limitaciones que sufren en razón de su sexo. Por eso es normal
que en el relato de su lucha por sobrevivir en un mundo de hombres se hable
también de conceptos tales como la sumisión, la renuncia y la abnegación. Son
elementos que van a inscribirse fatalmente en la vida de las mujeres, a veces
de forma natural, a veces a contrapelo. Un ejemplo de lo último es el cuento
“Radicales libres”, que forma parte del volumen “Demasiada felicidad” (Random
House Mondadori, Barcelona, 2010; traducción de Flora Casas).
Una mujer anciana, viuda reciente y enferma de cáncer, es
sorprendida por un asesino fugitivo cuando está sola en su granja. Después de
cortar los hilos del teléfono y de obligarla a prepararle comida, él le exige
las llaves del coche que está aparcado a la entrada. Ella intuye que, en cuanto
se las dé, él la matará para eliminar un testigo. Pero no se niega ni se
resiste; le envuelve en el juego estereotipado de la sumisión femenina, y
mientras le entrega las llaves del coche y el dinero que guarda en un cajón, le
cuenta en confidencia cómo años atrás ella también mató: envenenó a una rival
que pretendía quitarle al marido. La historia inventada le sirve, como a la
princesa Sherezade de “Las mil y una noches”, para picar la curiosidad y
distraer al hombre que tiene poder de vida y muerte sobre ella. Tantos
detalles, tantas precisiones da, que acaba por superar la incredulidad de él y
convencerlo. Y entonces, seguro el hombre de haberse adueñado del alma secreta
de la anciana y de su poder sobre ella, deja de pensar en matarla. «Tenga la
boca cerrada, señora; si usted dice a la policía algo de mí, yo contaré lo
suyo.ۛ»
La sumisión no es un ingrediente de un “eterno femenino” que
nunca ha existido más que en la cabeza de los varones, aunque en ese lugar se
ha instalado con una persistencia difícil de erradicar. La sumisión de las
mujeres es una imposición externa a ellas en principio, aunque algunas llegan a
interiorizarla como respuesta selectiva a una situación de violencia o de
coacción latente en la familia, en la esfera religiosa y también en el terreno
jurídico. En el volumen «Resistencia ordinaria» (PUV, Valencia 2012, Javier
Tébar Hurtado ed.), que documenta la presencia de la militancia antifranquista
catalana ante el Tribunal de Orden Público en los años de la dictadura, la
historiadora Nadia Varo Moral constata la menor dureza de las sentencias a
mujeres, acompañada en muchos casos por un trato “caballeroso” y paternalista
de los magistrados. Las mujeres encausadas recibían instrucciones de sus
abogados para que alegaran que “no sabían nada” y sólo fueron a una reunión o
manifestación como acompañantes inocentes de sus maridos o novios. El argumento
funcionaba a menudo. Pero el fundamento último de esa benevolencia de un
tribunal fascista puede rastrearse en estas consideraciones de Antonio Vallejo
Nágera, recogidas por Varo en la obra citada: «Recuérdese para comprender la
activísima participación del sexo femenino en la revolución marxista su
característica labilidad psíquica, la debilidad del equilibrio mental, la menor
resistencia a las influencias ambientales, la inseguridad del control sobre la
personalidad (…) cuando desaparecen los frenos que contienen socialmente a la
mujer…»
No hace falta puntualizar que la sumisión al prudente criterio y
a la acertada guía intelectual del varón sería uno de esos importantísimos
“frenos que contienen socialmente” a la mujer, esa inválida psíquica según el
psiquiatra franquista.