domingo, 6 de abril de 2014

SOBRE LA SUMISIÓN (II)


Como estrategia de supervivencia

He sido un adicto a las historias de Alice Munro desde el primer volumen de cuentos suyos que leí. Me llevé una alegría cuando el comité del Nobel le otorgó, el año pasado, el premio gordo de la literatura. Algunos críticos lamentaron que no se hubiera premiado a Philip Roth o a Haruki Murakami que, según ellos, tenían méritos más consistentes. Yo soporto con dificultad a Roth y Murakami sí me gusta, pero Munro me atrapa sin remedio desde el arranque mismo de una cualquiera de sus “historias de mujeres” (¿es ese su defecto o su minusvalía, para los críticos literarios varones?) intensas y penetrantes, que ella desarrolla en una cuarentena de páginas capaces de contener un universo.

Al hilo de la concesión del Nobel, un periodista le preguntó si se había propuesto de forma consciente a lo largo de su carrera hacer un tipo de literatura feminista, y ella contestó: «Cuando empecé a escribir ni siquiera conocía el significado de esa palabra. ¡Pero claro que fui feminista!»

Las mujeres de las historias de Alice Munro no son sumisas. Ninguna de ellas, creo, se habría dejado arrebatar una moneda sin pelear, como le ocurrió al niño del cuento del señor Keuner (ver más abajo, el post Sumisión I). Pero sí tienen una conciencia aguda de las características del mundo en que viven y de los handicaps y las limitaciones que sufren en razón de su sexo. Por eso es normal que en el relato de su lucha por sobrevivir en un mundo de hombres se hable también de conceptos tales como la sumisión, la renuncia y la abnegación. Son elementos que van a inscribirse fatalmente en la vida de las mujeres, a veces de forma natural, a veces a contrapelo. Un ejemplo de lo último es el cuento “Radicales libres”, que forma parte del volumen “Demasiada felicidad” (Random House Mondadori, Barcelona, 2010; traducción de Flora Casas).

Una mujer anciana, viuda reciente y enferma de cáncer, es sorprendida por un asesino fugitivo cuando está sola en su granja. Después de cortar los hilos del teléfono y de obligarla a prepararle comida, él le exige las llaves del coche que está aparcado a la entrada. Ella intuye que, en cuanto se las dé, él la matará para eliminar un testigo. Pero no se niega ni se resiste; le envuelve en el juego estereotipado de la sumisión femenina, y mientras le entrega las llaves del coche y el dinero que guarda en un cajón, le cuenta en confidencia cómo años atrás ella también mató: envenenó a una rival que pretendía quitarle al marido. La historia inventada le sirve, como a la princesa Sherezade de “Las mil y una noches”, para picar la curiosidad y distraer al hombre que tiene poder de vida y muerte sobre ella. Tantos detalles, tantas precisiones da, que acaba por superar la incredulidad de él y convencerlo. Y entonces, seguro el hombre de haberse adueñado del alma secreta de la anciana y de su poder sobre ella, deja de pensar en matarla. «Tenga la boca cerrada, señora; si usted dice a la policía algo de mí, yo contaré lo suyo.ۛ»

La sumisión no es un ingrediente de un “eterno femenino” que nunca ha existido más que en la cabeza de los varones, aunque en ese lugar se ha instalado con una persistencia difícil de erradicar. La sumisión de las mujeres es una imposición externa a ellas en principio, aunque algunas llegan a interiorizarla como respuesta selectiva a una situación de violencia o de coacción latente en la familia, en la esfera religiosa y también en el terreno jurídico. En el volumen «Resistencia ordinaria» (PUV, Valencia 2012, Javier Tébar Hurtado ed.), que documenta la presencia de la militancia antifranquista catalana ante el Tribunal de Orden Público en los años de la dictadura, la historiadora Nadia Varo Moral constata la menor dureza de las sentencias a mujeres, acompañada en muchos casos por un trato “caballeroso” y paternalista de los magistrados. Las mujeres encausadas recibían instrucciones de sus abogados para que alegaran que “no sabían nada” y sólo fueron a una reunión o manifestación como acompañantes inocentes de sus maridos o novios. El argumento funcionaba a menudo. Pero el fundamento último de esa benevolencia de un tribunal fascista puede rastrearse en estas consideraciones de Antonio Vallejo Nágera, recogidas por Varo en la obra citada: «Recuérdese para comprender la activísima participación del sexo femenino en la revolución marxista su característica labilidad psíquica, la debilidad del equilibrio mental, la menor resistencia a las influencias ambientales, la inseguridad del control sobre la personalidad (…) cuando desaparecen los frenos que contienen socialmente a la mujer…»

No hace falta puntualizar que la sumisión al prudente criterio y a la acertada guía intelectual del varón sería uno de esos importantísimos “frenos que contienen socialmente” a la mujer, esa inválida psíquica según el psiquiatra franquista.