Como
reacción pasiva ante una agresión
Conviene
quizá advertir al lector que haya aterrizado desprevenido en este blog, que
aquí se va a tratar de hacer sonar una nota de contrapunto a puntos que son de
ordinario recibo en las mejores casas de la república; o sea, expresado en
canto llano, de buscarles las vueltas a los dobladillos. Quien avisa no es
traidor, como solía escribir Manolo Vázquez Montalbán.
El
tema de la sumisión me ha saltado a la mente en una lectura de Leonardo Padura.
Dejaré ese texto para más adelante, sin embargo. Voy a enhebrar mi discurso
desde otro ángulo, a partir de una historia muy corta de Bertolt Brecht.
Se encuentra en el volumen “Historias de almanaque”, Alianza Editorial, Madrid,
1975; traductor, Joaquín Rábago. El mismo año de 1975 figura anotado en bolígrafo
por mí en la página en blanco, como el de adquisición; y sin duda lo leí, por
única vez, de inmediato. Me ha costado encontrarlo en mi no demasiado bien
ordenada biblioteca. No recordaba de las historias del volumen absolutamente
nada, y en cambio esta pequeña parábola se me quedó incrustada en la memoria.
Dice así:
El
niño indefenso
Hablando
en cierta ocasión del vicio que suponía el hecho de sufrir en silencio la
injusticia, relató el señor K. la siguiente historia: «Un transeúnte preguntó a
un niño que lloraba amargamente por la razón de su congoja.
–
Había logrado reunir dos monedas para ir al cine, pero vino un chico y me
arrebató una – explicó el niño, señalando a un muchacho que estaba a cierta
distancia.
– ¿Y
no pediste auxilio?
–
Claro que sí – contestó el niño, y sus sollozos se hicieron aún más intensos.
–
¿Nadie te oyó? – preguntó el hombre, acariciando tiernamente al muchacho.
– No
– sollozó el niño.
–
¿Es que no sabes gritar más fuerte? – preguntó el hombre –. En ese caso, dame
también la otra.
Y
tras quitarle la moneda que le quedaba, el hombre siguió tranquilamente su
camino.»
No
hay duda posible sobre la intención de Brecht. El señor K. (Keuner) es la
personificación del buen sentido del pueblo llano, y su crítica se dirige al
“vicio que supone sufrir en silencio una injusticia”. Debemos concluir que el
niño se mereció de sobra perder tanto la primera moneda, como la segunda. Su
vicio tiene el nombre de sumisión, y se contrapone a la necesidad de rebelarse
contra la injusticia. La pequeña parábola nos predica el deber de luchar en
todo momento por lo que es nuestro, recordando que nada nos es regalado y todo,
por un camino o por otro, hemos de merecerlo.
Todo
está en orden, pues, y sin embargo la historia me deja un regusto de
insatisfacción. Diría que algo no acaba de encajar, y lo expresaré con una
doble pregunta:
Primera.
¿Serían iguales la historia y la moraleja de haber sido una niña, en vez de un
niño, la agredida? Porque en el estereotipo social, hombría equivale a
rebeldía, y feminidad a sumisión. La presumible reacción de un transeúnte
caballeroso habría sido entonces, en el mismo contexto, intentar proteger a
todo trance a la desvalida.
Segunda.
¿Serían iguales la historia y la moraleja de haberse tratado de un niño judío,
en una ciudad alemana, en los años treinta del siglo pasado? La sumisión a la
adversidad habría sido la misma; las circunstancias concomitantes, no.
Son
dos preguntas, y no tengo respuesta clara para ellas. Pero ahondaré un poco más
en dos posibles usos sociales de la sumisión – como estrategia de supervivencia, y
como norma de vida y de conducta – en mis siguientes posts, con la
ayuda de otros dos literatos de fuste: Alice Munro y el antes citado Leonardo
Padura.