sábado, 5 de abril de 2014

SOBRE LA SUMISIÓN (l)


Como reacción pasiva ante una agresión

Conviene quizá advertir al lector que haya aterrizado desprevenido en este blog, que aquí se va a tratar de hacer sonar una nota de contrapunto a puntos que son de ordinario recibo en las mejores casas de la república; o sea, expresado en canto llano, de buscarles las vueltas a los dobladillos. Quien avisa no es traidor, como solía escribir Manolo Vázquez Montalbán.

El tema de la sumisión me ha saltado a la mente en una lectura de Leonardo Padura. Dejaré ese texto para más adelante, sin embargo. Voy a enhebrar mi discurso desde otro ángulo, a partir de una historia muy corta de Bertolt Brecht. Se encuentra en el volumen “Historias de almanaque”, Alianza Editorial, Madrid, 1975; traductor, Joaquín Rábago. El mismo año de 1975 figura anotado en bolígrafo por mí en la página en blanco, como el de adquisición; y sin duda lo leí, por única vez, de inmediato. Me ha costado encontrarlo en mi no demasiado bien ordenada biblioteca. No recordaba de las historias del volumen absolutamente nada, y en cambio esta pequeña parábola se me quedó incrustada en la memoria. Dice así:

El niño indefenso
Hablando en cierta ocasión del vicio que suponía el hecho de sufrir en silencio la injusticia, relató el señor K. la siguiente historia: «Un transeúnte preguntó a un niño que lloraba amargamente por la razón de su congoja.
– Había logrado reunir dos monedas para ir al cine, pero vino un chico y me arrebató una – explicó el niño, señalando a un muchacho que estaba a cierta distancia.
– ¿Y no pediste auxilio?
– Claro que sí – contestó el niño, y sus sollozos se hicieron aún más intensos.
– ¿Nadie te oyó? – preguntó el hombre, acariciando tiernamente al muchacho.
– No – sollozó el niño.
– ¿Es que no sabes gritar más fuerte? – preguntó el hombre –. En ese caso, dame también la otra.
Y tras quitarle la moneda que le quedaba, el hombre siguió tranquilamente su camino.»

No hay duda posible sobre la intención de Brecht. El señor K. (Keuner) es la personificación del buen sentido del pueblo llano, y su crítica se dirige al “vicio que supone sufrir en silencio una injusticia”. Debemos concluir que el niño se mereció de sobra perder tanto la primera moneda, como la segunda. Su vicio tiene el nombre de sumisión, y se contrapone a la necesidad de rebelarse contra la injusticia. La pequeña parábola nos predica el deber de luchar en todo momento por lo que es nuestro, recordando que nada nos es regalado y todo, por un camino o por otro, hemos de merecerlo.

Todo está en orden, pues, y sin embargo la historia me deja un regusto de insatisfacción. Diría que algo no acaba de encajar, y lo expresaré con una doble pregunta:

Primera. ¿Serían iguales la historia y la moraleja de haber sido una niña, en vez de un niño, la agredida? Porque en el estereotipo social, hombría equivale a rebeldía, y feminidad a sumisión. La presumible reacción de un transeúnte caballeroso habría sido entonces, en el mismo contexto, intentar proteger a todo trance a la desvalida.

Segunda. ¿Serían iguales la historia y la moraleja de haberse tratado de un niño judío, en una ciudad alemana, en los años treinta del siglo pasado? La sumisión a la adversidad habría sido la misma; las circunstancias concomitantes, no.

Son dos preguntas, y no tengo respuesta clara para ellas. Pero ahondaré un poco más en dos posibles usos sociales de la sumisión  como estrategia de supervivencia, y como norma de vida y de conducta  en mis siguientes posts, con la ayuda de otros dos literatos de fuste: Alice Munro y el antes citado Leonardo Padura.